lunes, 12 de agosto de 2013

Capítulo 4


EL 31 DE MAYO DE 1970 JOSE DANIEL REGRESA A LA FÁBRICA, SALVA A MR. JHON SIMPSON, SE ENTERA DEL ODIO PERSONAL QUE SU JEFE INGLÉS LE TIENE AL VOLSWAGEN DE ESTEBAN, LE GUSTA EL NOMBRE DE UNA VASCA LLAMADA ARANZHA Y POR QUÉ HER HERMAN GÖRING CAMBIA DE APELLIDO JUDIO MEIER (FLORES EN CASTELLANO), EN MEDIO DEL TERREMOTO

 
ERAN LAS 11 DE LA MAÑANA DEL 31 DE MAYO DE 1970 y José Daniel no quería regresar a su casa. Aún  vivía con sus padres y el olor a humo le traería grandes problemas, sobre todo con la fama de bebedor de pub en Londres y el olor a cigarrillos, que sus padre con un “no fumes dentro de la casa», y dos sábados con la puerta cerrada después de la media noche, acabaron con ambos vicios a la vez.

Nadie le creería que de regreso, un rayo le había caído y aún podía contarlo, así que prefirió ir a la fábrica para ver si el enfermero del tópico, un ex suboficial de la fuerza aérea, lo podría atender. Al menos podría decirle dónde ir, aunque no sintiera nada, salvo cuando volteó de improviso al llegar a la esquina, en el momento exacto en que un ómnibus de estrellaba contra el poste de alumbrado público. «Ángel de la guarda», pensó, y siguió su camino.

Los turnos de domingo eran de lo más tranquilo en la fábrica textil, pues la producción, las máquinas y los operarios de turno, sabrían manejar cualquier problema en ausencia de los jefes. Por eso, el vigilante de la puerta se sorprendió al verlo.

-       Joven, hoy inauguran el mundial ¿qué hace por acá?

A José Daniel le encantaba jugar al fútbol; pero no verlo. Pero su diplomacia era contundente.

-       Hoy, debemos ganar.

El vigilante, muy realista le contestó.

-       No jugamos hoy. Solo es la inauguración, pero, con estar ahí, es suficiente, joven.

José Daniel se dirigió a los vestuarios, cruzando los galpones cuando Mr. Simpson le pasó la voz.

-       Huola, muchaucho, qué haciendo tú por aquí.

Como todo inglés venido al Perú, no quería que le hablaran en su idioma natal, pues en su mayoría se esforzaban en hablar bien el castellano. Mr. Simpson no era la excepción, y aunque pedía siempre que lo corrigieran; pero se molestaba cuando lo hacían. Así que era preferible no ser muy honesto con él.

-       ¿Cómo está, míster Simpson? Qué bien: su castellano está mejorando mucho.

A lo que el viejo inglés se alegraba tanto escuchar eso, como si recibiera una condecoración de la propia reina Isabel. Algo así como cuando relataba sus experiencias en la segunda guerra mundial, como  piloto de casa. «Last batalla en los cielorsbritánicos, joven, ¿Qué recuerdos?», le decía. Y procedía a relatar, cuando sus 21 años le dieron la mejor máquina de combate, luego de volar su HawkerTempest, Mk II con motor Bristol Centaurus.

-       Quinientouskilooometrouspour hora. Una bala, mi amigou, una bala.

Sus relatos eran extraordinarios, pero lástima que lo hacía en su ‘perfecto’ castellano. A José Daniel le parecía la vez que el tartamudo Juancho leyó la biblia en las misa de lunes, en el colegio de su infancia. «Una auténtica tortura».

Fue la mañana del 5 de agosto de 1940 su primer encuentro con el enemigo. La Luftwaffe alemana lanzó un ataque sorpresa contra el sur de Londres, sin llegar al centro de la ciudad. Hasta ese momento, se respetaban las reglas de combate de no atacar poblaciones civiles. Y en ese mismo cielo, dos años después, y con medio Londres destruido, y su población viviendo en los subterráneos, las guerra había llegado a las cocinas de todos los ingleses.

Daniel Miller -«ousted me hacer recordar muchou a mi amigou Miller, joven Daniel», era su compañero de vuelo esa mañana de agosto de «cuarrentitresourcuarrenticuatro, ya no recuerdou», le decía una tarde en el cafetín de la fábrica a José Daniel-, se enfrentaban a los mejores pilotos aéreos de la alemania nazi. Míster Simpson lo hacía moviendo las manos como generalmente hacen los pilotos de combate cuando cuenta sus hazañas, con la mirada fija al frente, como si volviera a verlo todo, y no quisieran perderse ni un detalle.

Ametrallamos a la nave alemana que, siendo antiguas, tenía una maniobra aéreaimpresionante. Sus aviones
no plegaban las ruedas como los diseños americanos o ingleses, pero tenían una capacidad de esquivarnos y ponerse detrás de uno, que no daba tiempo para nada. «Esas ruedas ayuadabarm seguro, porreso no las quitaban». En medio de los disparos aéreos, mi mustang de fuselaje americano, y motorRolls-Royce merlin/62,  V12, 12 cilindros 2600 caballos de fuerza, y la capacidad de volar a 700 k/h, vi una extraña nave. Era un V1, una bomba parecida a un avión no tripulado, con una tonelada de dinamita dentro. Miller y yo lo avistamos: iba custodiado por un caza alemán, para que llegara a su objetivo sin contratiempos. Empezamos a disparar con todo lo que teníamos; no pensábamos más, solo la imaginábamos si llegaba a la ciudad: desaparecían 5 o 6 cuadras de historia británica. El V1 seguía su vuelo custodiado por el caza con ruedas, y no dábamos en el blanco. Entonces me puse detrás de él alemán. Miller estaba por encima y enfrente nuestro, luego lo vi venir directo hacia nosotros. Si yo seguía disparando, podría herir a mi compañero, entonces, «boom». Miller estrelló su nave contra la bomba y la honda expansiva acabó con el custodio alemán, y con mi nave. Ahí están mis quemaduras.

A José Daniel siempre le causaba cierto desagrado cuando el gringo se levantaba la camisa y el pecho estaba tan arrugado por las quemaduras, como el cuerpo de un ahogado de 10 días, tal como vio alguna vez a uno, en la playa de Miraflores. Así que en lugar de evocar heridas de combate de un héroe inglés, solo veía un ahogado en la playa, muerto, desnudo y una voz que decía «pobre infeliz».

«El enfermerro, el de la FAP, también tiene surshistorrias, joven Daniel», le decía Mr. Simpson, para acentuar que él no era un único héroe solitario, borrachín de taberna londinense y que no estaba lo suficientemente viejo para andar contando historia que solo le interesara a sus nietos, y a nadie más.

-       Justamente, Señor Simpson, voy al tópico.

-       ¿Arlguna dolrencia, joven?

-       Ninguna: hongos.

-       Oh.

José Daniel empezó a ver cosas extrañas, como el espejismo que produce el desierto cuando hace mucho calor, pero esta vez, era mayo, llegando recién el invierno. Luego, un silencio casi infinito, todo en cámara lenta, como en las películas. Los perros empezaron a aullar. El cielo de Lima, al Oeste estaba como siempre, cubierto de una nube eterna; al Este, se divisaban nubes de verdad, que viajaban solitarias acompañadas por el viento. Pero algo raro sucedía: estaban como detenidas en el espacio.

-       Chosica, lindow.

Mr. Simpson hablaba mucho de lo hermoso que era Lima. En la ‘isla’, como la llamaba al Reino Unido, el invierno es igual en todas partes. En Lima, en cambio, con su humedad y su frío intenso, a dos horas, te puedes bañar «calatouw si quierres», moviéndose como un niño que va de paseo.

-       Míster, ¿no siente algo? – y no terminaba de hacer la pregunta, cuando José Daniel sitió que la tierra empezó a temblar.

Los almacenes de algodón, talleres y maestranza empezaban a caer. Míster Simpson no sabía nada de terremotos; solo de guerra. De pronto imaginó el bombardeo de Guernica y su amiga Aranzha, que lo cuidó
todo el tiempo que duró que sanen sus heridas. De la carta que le escribió señalando cómo los alemanes habían destruido su ciudad, y ella no quería vivir en el país Vasco que había encontrado. Y de la vez en la que él teniente Simpson, condecorado, volvió a la base aérea para abordar un B52, y bombardear Múnich y Berlín, en nombre de la mujer que lo había cuidado mejor, incluso, que su propia madre.

-       Maldito Göering – dijo en voz alta, mientras José Daniel trataba de empujarlo al medio del campo de descarga de pacas de algodón- ¿Sabía usted que se cambió de apellido a Meier, que es judío y significa flores, si Alemania era bombardeada...?

José Daniel miraba los postes temblar y a las calaminas,que empezaban a deslizarse, y volar como espadas por los aires. Primero el sonido, luego el temblor, de pronto, la tierra se mecía de un lado al otro hasta que las olas, como si se deslizaran dedos debajo de una sábana, venía una tras otra. El tanque elevado de la fábrica, que extraía agua del subsuelo, se quebró en su base, mientras el gringo repetía constantemente:

-       Todo vastar bien… Eperremos a ver qué hacer después.

El tanque cayó y soltó toda el agua que tenía, arrastrando a los dos por el pavimento de la explanada de descarga de camiones. Mientras se revolcaban en el agua que se volvía fango, el gringo le decía en tono paternal: «Agárrese, agárrese», y José Daniel se sorprendía ver una ligera sonrisa en la cara del gringo, como si lo que estaba pasando fuera divertido. «Está loco», se dijo.


El terremoto pasó y la primera imagen que le vino a la mente no fue su casa, sus padres, la fábrica o la ciudad. Lo primero que le vino a la mente fue Esteban.

-       ¡Yahoo!, cómo no estar volswagen de Esteban aquí, parraver poste matar otro alemán.

José Daniel no dejó de reír de la ocurrencia del gringo, y en efecto, uno poste había caído sobre el estacionamiento de Esteban, pero no era simple coincidencia que ambos pensaran en la misma persona a la vez. «¿No será porque el gringo es masón?», se preguntó a sí mismo.

Las brigadas de socorro llegaron pronto en ayuda de los dos y, mientras le decían que no se movieran, algo extraño parecía haberles ocurrido.

-       ¿Qué pasa? ¿Acaso ven resucitar a un muerto…?

-       Bueno –dijo el rescatista, el señor Pepe Oliva, hombre de cuarenta años y experimentado bombero que trabajaba como controlador de producción-, no vemos uno, sino dos.

Una horas más tarde, y en el tópico de la fábrica, José Daniel no quería otra cosas que levantarse y salir rumbo a su casa, mientras el gringo sonreía como si en vez de haber experimentado un terremoto, bajara de la rueda de la fortuna.

-       A qué hora nos dan de alta – preguntó José Daniel, al enfermero en jefe.

-       Es extraño, según me cuentan –le respondió don Hildebrando Salazar, jubilado de la fuerza aérea y ex combatiente.

-       ¿Qué debe parecer raro?

-       ¿No le han dicho? – le contestó extrañado.

-       ¡No¡ -contestó José Daniel ya molesto y a punto de estallar- Qué no me han dicho ¿qué?

-       Le ha caído un tanque elevado de 16 toneladas encima, y siguen vivos.

Y mientras Mr. Simpson se moría de risa, José Daniel, vio, a través de la ventana, la misma figura que al amanecer de ese día, le entregaba la ’encomiendo’ a Esteban.


«Alguien había cometido un error», pensó.

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