EL DÍA EN QUE ESTEBAN RECIBE LA HERENCIA
MALDITA QUE NO LE CORRESPONDÍA POR ESTAR EN EL LUGAR, LA HORA Y EL MOMENTO
MENOS OPORTUNO.NO PUDO DETENER EL TERREMOTO DE 1970, SE DISTRAJO EN EL DE 1974
Y HA EVITADO TODOS LOS DEMÁS… HASTA HOY, 12 DE DICIEMBRE DEL AÑO DE SU
RENDICIÓN.
AQUELLA
MADRUGADA DEL DOMINGO 31 DE MAYO DE 1970, cuando Esteban no tenía nada que
pensar, más que llegar al club campestre en Chosica, y relajarse un fin de
semana, sin hacer planes, con el único objetivo de “hacer nada”, y mientras
trataba de sintonizar la radio cuya señal
se iba perdiendo cada vez más a medida que se alejaba de Lima, trató de
reducir la velocidad de su moderno Volkswagen
alemán del año, como una forma de evitar el silencio en la carretera y a la vez,
enterarse de algo acerca del Mundial de México. Aunque en realidad de fútbol no
le atraía nada, pero esta era la primera vez que Perú participaría con equipo
completo, y sería un tema básico en los almuerzos en la oficina, y no hablar de
ello sería una herejía nacional o un atentando contra la integración y la
«cultura organizacional», del cual el nuevo gerente de recursos humanos
hablaba, para señalar a los próximos en despedir.
Su novia y su futuro suegro lo esperaban en el
club, y pensaba que sería una extraordinaria oportunidad para tener relaciones
familiares, a las que nunca tuvo acceso. Heredero de una casona en Barranco, y
con una hacienda convertida en bonos revolucionarios, a Esteban solo le quedaba
sacar el mayor provecho de su educación privilegiada, y nada más. Sin saber,
claro está, que ese día ni su novia ni su futuro suegro, imaginarían, que no volverían
a verse más.
Aún no amanecía cuando el hombre salió de no se
sabe dónde, golpeó el capó, estrellándose contra el parabrisas, rodó por el
techo del auto, para dar finalmente de bruces al pavimento. Esteban detuvo el
auto y sintió esa extraña sensación de seguir adelante sin ver atrás. El
instante en que con solo seguir adelante, todo lo demás queda sepultado en el
olvido, como si nunca hubiera ocurrido. La misma sensación que experimentaría más
de cuarenta años después, parado sobre el Morro Solar de Chorrillos, aquel 12
de diciembre, mirando la ciudad, y creyendo firmemente que ese sería su último «señalado»,
y que con ello habría detenido todo por un año más.«No vale la pena», se dijo,
mientras las luces de la ciudad se iban apagando a medida que la luz del sol
anunciaba el amanecer más, de ese diciembre. «Ayúdeme», escuchó y volvió al pasado.
Imaginó nuevamente al hombre sobre el pavimento y
por un instante se arrepintió de recibir aquel encargo; el instante mismo en
que se convertiría en un anónimo, un
ser que no debía más existir, pero que si no hacía lo que se le ordenaba,
quizás el arrepentimiento no hubiera sido suficiente. Cuarenta y más años
después, la misma imagen, la misma sensación.Nuevamente le asaltó ese tormento
de convertirse en un héroe anónimo de una ciudad que no lo quería y que, sin
embargo, como aquel hombre tendido sobre la carretera, le explicó mientras le
daba el último pote de grasa humana para el ídolo, era un paso adelante o uno
atrás: vida o muerte.
- No
vale la pena – Habló Esteban en voz alta sin saber para quién o peor aún, para
qué.
Cuatro décadas y ahí, el rostro del hombre mirándolo agonizar en la
pista de la carretera, tratando de balbucear algunas palabras que no entendía,
y que lo único que lograba escuchar, era esa forzosa necesidad de unas manos
temblorosas, tratando de entregar un último y urgente encargo, mientras se está
plenamente seguro de no volverlas a levantar más. Y mientras recordaba esa
escena, miraba el pote de barro, presente en su vida desde entonces. Cuando
Esteban cometió el error de tenderle la mano, ya era tarde.«A veces hay que saber a quién», pensó. Fue el
instante preciso en que, con el doloroso último apretón de aquel moribundo en
sus manos húmedas de Esteban, explosionó de súbito dentro de su cabeza una
puerta oculta. En menos de un segundo, le fue transferido, cientos de millones
de neuronas conteniendo 15 mil años de historia terrestre y más. Una
transfusión de mente a mente, como una herencia más que afortunada, maldita.
Entonces, soltó la mano y cayó casi desmayado sobre el piso de asfalto.
- Mi
primer error – se le escapó de la boca a Esteban.
Cuando llegó al club y dio su nombre para que lo
dejaran entrar, ya había amanecido y el sol serrano brillaba con mucho
esplendor. Le parecía todo de maravilla y que el accidente no había ocurrido
nunca, que su novia estaba esperándolo y que nada podía entorpecer ese día.
Entonces, sacó su maleta y ahí estaba, el pote de barro con grasa humana que
debía llevar al sur.
- El
Dr. Martínez y su hija han ido a la ciudad por víveres – le dijo el
administrador de los bungalós del club.
En ese instante, lo asaltaron destellos de
imágenes de una ciudad destruida, sepultada por una avalancha de nieve y rocas,
y miles de personas corriendo despavoridas, asustadas, muriendo, lo despertó de
una ensoñación silenciosas. Esteban sintió un pánico súbito, dejó su maleta
sobre la cama y subió a su auto, y a toda velocidad y sin dar explicación,
regresó a Lima.
Ahora, con cuarenta y tantos diciembres más,
Esteban miraba desde lo alto del Morro Solar la pista de Evitamiento, la avenida
Huaylas, la curva y la carretera que cruza los pantanos de Villa. En su espalda
sintió el peso de la frustración por no llegar a tiempo ese domingo 31 de mayo
de 1970. Dilema que esa mañana del 12 de diciembre lo volvería a atormentar.
«Si estas pistas hubieran estado antes», se dijo soltando un suspiro
entrecortado.
- Aún
estoy a tiempo –se dijo mientras cruzaba el puente que atraviesa el río Rimac,
a la salida de Chosica.
Mientras conducía su auto por las chacras de Lurín,
sin encontrar la entrada a las ruinas de Pachacamac, Esteban veía imágenes
borrosas de aluviones y desastres naturales. Con precisión cinematográfica, vio
el día en que el ídolo elevó a la ciudad de Lima 30 metros sobre el nivel del
mar para soportar el maremoto, 15 siglos atrás. Y se estremeció cuando 15
siglos después,el puerto del Callao era arrasado por una ola de treinta metros,
solo, porquealguien no hizo lo que él
debía hacer ahora, en ese preciso momento: embadurnar al ídolo con la grasa
humana que contenía el pote de barro.
«¿Era real lo que estaba viendo, o simplemente se
había vuelto loco?» Pensó, mientras los cañaverales hacían estragos con la
pintura del auto nuevo.
Cuando al fin llegó, el ídolo estaba en un
almacén. No se explicaba cómo lo supo; solo sintió que estaba ahí. Rompió la
puerta con la llave de tuercas de su auto y sí, ahí estaba, entre puertas
hechas de troncos de madera, adornada con conchas de abanico gigantes de mil
años de antigüedad. Se dispuso a encebar nuevamente al ídolo, colocarlo de pie,
y esperar que Yana no subiera a moverlo. Entonces, solo vio oscuridad.
Al despertar, el policía estaba mirándolo con
desconfianza, y dos arqueólogos evaluaban los daños a las reliquias que se
guardaban ahí. De pronto, uno de ellos dijo.
- Son
las 3 y 15… Llévelo a la comisaría para formalizar la denuncia por daños a
propiedad del Estado.
Cuando el policía lo levantó, Esteban miraba el
pote de grasa humana en el suelo. Estaba roto. «Debe ser una pesadilla, debería
estar en Chosica, viendo la inauguración del mundial de México, o nadando en la
piscina, con mi novia y….» Todo empezó a temblar. Mientras el policía y los
arqueólogos miraban hacia las paredes y los techos del recinto, Esteban no
apartaba la vista del ídolo que yacía en el piso de arena salada, que alguna
vez estuvo debajo del mar. El madero se
sacudía como una serpiente mientras un extraño ser trataba de montarlo como si
fuera un caballo, cuando en realidad debía subir y no a la vez. Eran dos dioses
o espectros que estaba luchando entre ellos sin que nadie ganara. Esteban tomó
el pote de grasa humana roto, y lo lanzó contra los dos dioses. El ídolo de
palo volvió a ser un madero viejo, y el terremoto cesó.
- Señor,
será mejor que se vaya y olvidemos esto –le dijo el policía.
A la mañana siguiente, y luego de varias réplicas
sísmicas, Lima era una ciudad que se recuperaba pero lo peor, no se sabría
hasta el medio día: “La ciudad de Yungay había desaparecido con 60 mil
habitantes”.
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Esteban sabía lo que tenía que hacer: entregar la
vida de alguien con tan solo señalarlo con el dedo. «Era tan fácil como decir
sí o no: matar para que Yana no mate», era lo que al final lo convencía. No, no
era un trabajo, «algo que se hace sin pensar, mirando abajo; tampoco laborando,
es decir, labrar orando, como le dijo su viejo profesor del colegio». Esteban solo llevaba a cabo su misión.
Y ese diciembre, sobre el Morro Solar de
Chorrillos, tenía que volver a señalar a alguien y tuvo la leve sensación de duda, algo que no experimentaba hace tiempo: «¿Y si me señalo a mí mismo?, ¿Podría ser..que?», se
dijo.Entonces, se llenó de angustia, pánico y luego, una paz infinita.
Que Buen relato, me gustaria leer en tus proximas publicaciones, la descripcion de Yana (aunque ya me adelante en buscarla en Google), se que con tu magia e imaginacion sera mas que formidable, ... Por cierto muy interesante el capitulo, las fechas y datos geograficos son formidables e induce al lector hacer investigaciones sobre Los Dioses, del desastre de Yungay, curiosidad por contemplar la vista desde el Morro y recordar Los momentos del Mundial Mexico 70. Claro esta que eres un escritor de larga escritura, de marathon, osea recorrido pues
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