martes, 6 de agosto de 2013

Capítulo 2

EL DIA QUE JOSÉ DANIEL RECORDÓ LA VEZ QUE LE DIJERON QUE OJALA LE PARTIERA UN RAYO Y EN EFECTO LE CAYÓ UNO ENCIMA, SIN PERCATARSE LO QUE APRENDERIA DE SU EXPERIENCIA. RECONOCERÍA EN ESTABAN A UN «SEÑALADOR» Y QUE LEJOS DE SER DOS RIVALES ACESTRALES, CADA UNO TENIA UNA MISIÓN QUE CUMPLIR A PARTE DE VIVIR SOLAMENTE, CASI COMO EL DÍA EN QUE SE HIZO LA LUZ.

Le recomendaron salir temprano a Lima. Huancayo estaba a seis horas de camino y José Daniel estaba satisfecho de las muestras de lana de Alpaca. Iba pensando en los diseños que se podría hacer con los colores y texturas. En la fábrica textil aplaudiría su iniciativa, mostrando al mundo una nueva forma de vestir, con identidad andina. «Moda étnica», pensó.
  En su cabeza retumbaban las veces que en el politécnico de Londres le llamaban «los Incas» alos estudiantes peruanos, aunque él solo recordaba de las raíces ancestrales, lo que le dijeron en el colegio, en las clases de historia y nada más. Pero ahí estaban, en su mayoría,  chinos, indios y peruanos, tratando de manejar las complicadas máquinas de tejer, únicas en el mundo, y que eran exportados a Hong Kong, Nueva Delhi y Lima, con la esperanza de que en esos lugares salieran prendas novedosas, que sus pares ingleses pudieran comercializar en el mundo.
  Mientras tomaba la carretera, José Daniel pensó en sus amigos, sobre todo, en Esteban. Aprendió de él su capacidad de ermitaño antiguo. Vivir en Londres fue algo así: rodeado de muchos ingleses y condenado solo a hablar con tus amigos. El acento latinoamericano de su inglés escolar, colocaba a ambos en algo así como extraños, «huevo frito en ceviche», decía Esteban, mientras reían y mandaban postales de los lugares que visitaban los domingos libres: castillos, plazas y parques que estaban ahí, intactos, desde antes del descubrimiento de américa. Del museo de la ciencia, el árbol de manzana de Newton y de sus escapadas al Piccadilly Circus o a la torre de Londres, después de querer ligar a una turista en Trasfalgar square.

  Pasar por los túneles de la cordillera central andina le recordaban las veces que viajaba en el histórico metro de Londres. Miles de personas refugiadas en su interior en los años 1940s, cuidándose de las bombas nazis. De la extraña sensación de calor que hay en esos lugares, aún con el frío o la neblina intensa, tan característica de la ciudad. Como la que veía en frente, ahora, en la carretera, con las nuevas luces neblineras amarilla que alumbraban apenas sombras, pues no alertaban de las imprevistas y traicioneras curvas caprichosas, que la carretera dibujaba en los cerros de la sierra peruana.
  Una estrella fugaz alumbró la noche opaca. «¡Un platillo volador!», hubiera querido ver en ese momento. Cuando, sin presagiarlo o preverlo, el motor del auto empezó a fallar. Las luces parpadearon y se detuvo. José Daniel no estaba asustado; sabía de mecánica, era ingeniero textil, mancharse las manos no era nada. «A ver, qué pasa», se dijo, más para darse ánimos que para lanzar una grosería. «La flema inglesa se me ha pegado, creo», se dijo y rió medio en serio medio embroma.
  Una hora después, despertó. Su auto estaba completamente calcinado, pero sin arder ni señal de incendio. Simplemente estaba negro y humeante. Se incorporó como si no hubiera pasado nada. Trató de abrir la maletera para sacar sus muestras, pero están totalmente arruinadas. No se sorprendió ni se inmutó de la llamada de atención que de seguro recibiría el lunes, cuando no tendría nada qué enseñar de su viaje a Huancayo.
  «El auto es de la compañía», se dijo como para obviar cualquier otra explicación.
Tan pronto terminó de recordar, estaba sobre un camión de transporte.
-       Su carrito quedó achicharrado, ¿no joven?, -dijo el conductor.
  José Daniel no recordaba cómo había subido al vehículo, ni si quiera en qué momento lo había detenido. Solo estaba ahí, viendo cosas, hablándose a sí mismo, mientras seguía su camino.
Años atrás conversaba consigo mismo, pero ahora era ridículo. Tenía una segunda persona dentro de él. «No te preocupes; ya lo entenderás»
-       Quién dijo eso – Exclamo y el conductor le respondió:
-       La radio, joven, la radio. Hoy es la inauguración del mundial de México 70, estaremos ahí.
  «Es bueno guardar silencio ahora, José Daniel, la gente común no entiende de estas cosas», y él miraba todo a su alrededor como si fuera la primera vez. Como ese día, en que su profesor de matemática del politécnico, lo llevó a una sesión de la masonería londinense, para ver si se interesaba. Un salón amplio, de mármol blanco, y una tela negra al fondo, que la cubría del techo a la pared, y donde se veía la luna y las estrellas, tres columnas que no sostenía nada y una biblia en medio.
-       El sol, ¿dónde está el sol?
-       Ya va a salir, joven… Está amaneciendo – le respondió el conductor, mirándolo como extrañado, y preguntó:- ¿Le cayó un rayo, no, joven?
  No se refería al sol, al astro rey, sino a que en el salón de los masones no había sol. Eso es lo que le llamó
la atención, como si en ese salón existiera en su memoria antigua; como si hubiera existido antes de la fundación del mundo; antes de que alguien dijera «Hágase la luz». Eso lo hizo desistir de continuar con los masones, eran extraños, casi ridículos. Desde su iniciación, caminar vendado, con una pierna descubierta y el sonido de las espadas, le trajo a la memoria algo que no solo no podía recordar, sino que simplemente, no quería hacerlo. Tanto así, que no sabía realmente el por qué debía olvidar.
-       No recuerdo casi nada, señor – le dijo al conductor como por decir algo.
  El chofer lo miraba sin extrañarse:
-       Acá, en la sierra, cuando a un campesino le pega un rayo, es señal de buena suerte. Aunque, la verdad, otros dicen que se vuelven brujos, o algo así.
  José Daniel recordó entonces, la luz blanca y ribetes rojos, y un sonido tan fuerte pero que, por extraño que parezca, no le hizo daño a los tímpanos. Luego, esa sensación de levitar en donde una hora pasa dentro de un segundo. Recordó el salón negro, los masones, y las estrellas y la luna y entonces, lo recordó todo.
Llevaba sobre una fuente hecha de piedra carbunclo, oro, esmeralda y zafiros. Frente a él, una luz poderosa. Muchos obreros esculpían la piedra y cantaban sin júbilo alguno. «Como se puede cantar sin estar alegre», pensó. Luego la luz devoraba las piedras. Él era uno de los millones de portadores de las ofrendas que debían entregar. Luego la luz se retiró, y quedaron en una penumbra de un eterno atardecer. Pirámides ancestrales se erigían en el horizonte y la esfinge miraba por donde se fue la luz. El sacerdote diseñó el coloso porque era él el único que lo había visto de frente. Todos estaban sometidos a él, y él a algo mayor, algo que nadie podía ver.
-       ¿Una sopita de rana, joven? – dijo el chofer, deteniendo el camión frente a un restaurante de carretera, a las afueras de Matucana.
  José Daniel bajó sin pensar. Solo recordaba la noche, y las estrellas, en las que iban apareciendo una, por cada piedra preciosas ofrendada minutos antes. Solo sabía que debía buscar una interpretación en las intrincadas formas y distancias en las que aparecían en el firmamento.
-       Una sopa de rana, para hasta los pelos, joven –,  seguía el chofer, tratando de convencer a José Daniel de probar su plato preferido.
  Cada quien hacía dibujos en la arena recubierta de polvo de cobre. Uno a uno, seres inexistentes aún, iban apareciendo. Arañas, monos, reptiles y millones de animales no creados, pero que estaba en la mente de esos hombres. «Solo usa una pequeña parte de tu cerebro, José Daniel. La otra parte está oculta y el óxido del tiempo la desvanece, hasta inutilizarla». Nuevamente la voz lo sobrecogió y entonces, en medio de esa penumbra, de astros y estrellas que apenas alumbraban, apareció un astro incandescente. Nada volvería a ser lo mismo. El planeta perdió sus ocho movimientos y solo quedó cuatro: rotación, traslación, elíptica y pendular.
-       Pruebe su sopita, joven; después piense en médico – Decía el chofer mientras José Daniel veía el sol aparecer por entre los cerros.
-       ¡La luz, hágase la luz! – dijo en voz alta.
-       Usted es cristiano evangélico, católico apostólico y romano, no me decepcione joven, o no lo dejo subir a mi camión.
«No hables en voz alta, José Daniel, te van a creer loco», la vocecita le recomendaba eso, mientras recordaba la negritud del infinito volverse de otro modo. Las minas de oro y piedras preciosas, de fuego de hornos y fundiciones, se iban apagando. Una nueva especie verde llamadas plantas, surgían ahora de cualquier parte, y el frío de la noche era más amable. Los pelos de su cuerpo cayeron, buscando ahora algo con qué cubrirse.
-       Pronto llegaremos a Lima, ya cruzamos el puente Chosica, joven… - y mirándolo extrañado-. Parece que el rayo le ha afectado mucho, ¿no joven?
  José Daniel estaba aturdido. Con la mirada perdida en millones de años atrás, supo que todo lo que la mente humana piense y pueda crear, se hará. Eso los liberó de los socavones, que a veces es la propia mente humana. Y, mientras bajaban por la carretera, sentía la humedad de Lima trepar por sus piernas, alejándose de la sequedad de las montañas. Entonces, vio a lo lejos el Volkswagen rojo de Esteban, detenido a un lado de la carretera.
-       Ese es mi amigo. ¿Puede reducir la velocidad por favor? – le dijo al chofer.
  Cuando pasaron cerca, Esteban subió rápidamente a su auto. José Daniel quiso pasarle la voz, pero, algo lo detuvo. Estaba ahí, de pie sobre una roca a lado del cerro y lo suficientemente oculto, para dejarse ver y descubrir el «encargo», había sido entregado.
-       Esteban es un «señalador» – Se dijo para sí.
«Tienes razón: es un señalador. Él dará fin a los sueños, tú le darás el comienzo. Esa es tu misión.»
José Daniel descendió del camión, dándole las gracias al conductor.
-       Joven, en la fábrica textil que me cuenta, si hay un trabajito para mi hijo, me pasa la voz. Es medio vago… Hágame ¿Sí? ¿Una tarjetita? ¿Tiene?
 
El sol estaba en lo alto de cielo al medio día y, como tantas veces, oculto detrás de las nubes de Lima.
Recordó al mundo antiguo, cuando nada existía salvo la imaginación humana, sometida a cánticos sin sentido, sin sentimiento, sin pasión. Un alma humana capacitada para crear, obligada a trabajar forzosamente, con la única obligación de adorar a un Dios que los sometía a no pensar, sino simplemente, destinados a buscar tesoros y cosas escondidas por él mismo en las profundidades de la roca llamada tierra. Si acaso no cumplían con la cuota, la luz se ausentaba y el frío parecía durar una eternidad. Todos los sueños de la humanidad entera se pusieron en su contra. Entonces, la luz mostró el verdadero rostro de enemigo. Millones de años engañados por lo mismo. Nada volvería a ser lo igual, nada.
  Y mientras José Daniel se repetía una y otra vez:«¡Hágase la luz!,¡Hágase la luz!», como recordando aquel día en que lo vio por primera vez aparecer al astro en el horizonte, el alma humana entera había llamado desde su corazón y con todas sus fuerzas, algo superior a su propia imaginación. Esa luz tan esperada era la misma que ahora, su amigo y compañero, Esteban, intentaba apagar.

  Se llenó de fuerzas entonces, las mismas que sintió el día, en que la batalla de los Dioses había comenzado. El día exacto en que se hizo la luz.

2 comentarios:

  1. Me vino a la mente un libro que lei sobre Los Anunnaki, que llegaron a la Tierra a llevarse el oro.... Este capitulo tiene de todo, suspenso, historia, .... Me gusta, me gusta.

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    1. Gracias. Seguiremos. Ver{e como pongo los Post del face, como adelanto de capítulos.

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