EL DIA QUE JOSÉ DANIEL RECORDÓ LA VEZ QUE LE DIJERON QUE OJALA LE PARTIERA UN RAYO Y EN EFECTO LE CAYÓ UNO ENCIMA, SIN PERCATARSE LO QUE APRENDERIA DE SU EXPERIENCIA. RECONOCERÍA EN ESTABAN A UN «SEÑALADOR» Y QUE LEJOS DE SER DOS RIVALES ACESTRALES, CADA UNO TENIA UNA MISIÓN QUE CUMPLIR A PARTE DE VIVIR SOLAMENTE, CASI COMO EL DÍA EN QUE SE HIZO LA LUZ.
Le recomendaron salir temprano a Lima. Huancayo
estaba a seis horas de camino y José Daniel estaba satisfecho de las muestras
de lana de Alpaca. Iba pensando en los diseños que se podría hacer con los colores
y texturas. En la fábrica textil aplaudiría su iniciativa, mostrando al mundo
una nueva forma de vestir, con identidad andina. «Moda étnica», pensó.
En su cabeza retumbaban las veces que en el
politécnico de Londres le llamaban «los Incas» alos estudiantes peruanos,
aunque él solo recordaba de las raíces ancestrales, lo que le dijeron en el
colegio, en las clases de historia y nada más. Pero ahí estaban, en su
mayoría, chinos, indios y peruanos,
tratando de manejar las complicadas máquinas de tejer, únicas en el mundo, y
que eran exportados a Hong Kong, Nueva Delhi y Lima, con la esperanza de que en
esos lugares salieran prendas novedosas, que sus pares ingleses pudieran comercializar
en el mundo.
Mientras tomaba la carretera, José Daniel pensó en
sus amigos, sobre todo, en Esteban. Aprendió de él su capacidad de ermitaño
antiguo. Vivir en Londres fue algo así: rodeado de muchos ingleses y condenado
solo a hablar con tus amigos. El acento latinoamericano de su inglés escolar,
colocaba a ambos en algo así como extraños, «huevo frito en ceviche», decía
Esteban, mientras reían y mandaban postales de los lugares que visitaban los
domingos libres: castillos, plazas y parques que estaban ahí, intactos, desde
antes del descubrimiento de américa. Del museo de la ciencia, el árbol de
manzana de Newton y de sus escapadas al Piccadilly Circus o a la torre de
Londres, después de querer ligar a una turista en Trasfalgar square.
Pasar por los túneles de la cordillera central
andina le recordaban las veces que viajaba en el histórico metro de Londres.
Miles de personas refugiadas en su interior en los años 1940s, cuidándose de
las bombas nazis. De la extraña sensación de calor que hay en esos lugares, aún
con el frío o la neblina intensa, tan característica de la ciudad. Como la que
veía en frente, ahora, en la carretera, con las nuevas luces neblineras
amarilla que alumbraban apenas sombras, pues no alertaban de las imprevistas y
traicioneras curvas caprichosas, que la carretera dibujaba en los cerros de la
sierra peruana.
Una estrella fugaz alumbró la noche opaca. «¡Un
platillo volador!», hubiera querido ver en ese momento. Cuando, sin presagiarlo
o preverlo, el motor del auto empezó a fallar. Las luces parpadearon y se
detuvo. José Daniel no estaba asustado; sabía de mecánica, era ingeniero
textil, mancharse las manos no era nada. «A ver, qué pasa», se dijo, más para
darse ánimos que para lanzar una grosería. «La flema inglesa se me ha pegado,
creo», se dijo y rió medio en serio medio embroma.
Una hora después, despertó. Su auto estaba
completamente calcinado, pero sin arder ni señal de incendio. Simplemente
estaba negro y humeante. Se incorporó como si no hubiera pasado nada. Trató de
abrir la maletera para sacar sus muestras, pero están totalmente arruinadas. No
se sorprendió ni se inmutó de la llamada de atención que de seguro recibiría el
lunes, cuando no tendría nada qué enseñar de su viaje a Huancayo.
«El auto es de la compañía», se dijo como para
obviar cualquier otra explicación.
Tan pronto terminó de recordar, estaba sobre un
camión de transporte.
- Su
carrito quedó achicharrado, ¿no joven?, -dijo el conductor.
José Daniel no recordaba cómo había subido al
vehículo, ni si quiera en qué momento lo había detenido. Solo estaba ahí,
viendo cosas, hablándose a sí mismo, mientras seguía su camino.
Años atrás conversaba consigo mismo, pero ahora
era ridículo. Tenía una segunda persona dentro de él. «No te preocupes; ya lo
entenderás»
- Quién
dijo eso – Exclamo y el conductor le respondió:
- La
radio, joven, la radio. Hoy es la inauguración del mundial de México 70,
estaremos ahí.
«Es bueno guardar silencio ahora, José Daniel, la gente común no
entiende de estas cosas», y él miraba todo a su alrededor
como si fuera la primera vez. Como ese día, en que su profesor de matemática del
politécnico, lo llevó a una sesión de la masonería londinense, para ver si se
interesaba. Un salón amplio, de mármol blanco, y una tela negra al fondo, que
la cubría del techo a la pared, y donde se veía la luna y las estrellas, tres
columnas que no sostenía nada y una biblia en medio.
- El
sol, ¿dónde está el sol?
- Ya
va a salir, joven… Está amaneciendo – le respondió el conductor, mirándolo como
extrañado, y preguntó:- ¿Le cayó un rayo, no, joven?
No se refería al sol, al astro rey, sino a que en
el salón de los masones no había sol. Eso es lo que le llamó
la atención, como
si en ese salón existiera en su memoria antigua; como si hubiera existido antes
de la fundación del mundo; antes de que alguien dijera «Hágase la luz». Eso lo
hizo desistir de continuar con los masones, eran extraños, casi ridículos.
Desde su iniciación, caminar vendado, con una pierna descubierta y el sonido de
las espadas, le trajo a la memoria algo que no solo no podía recordar, sino que
simplemente, no quería hacerlo. Tanto así, que no sabía realmente el por qué
debía olvidar.
- No
recuerdo casi nada, señor – le dijo al conductor como por decir algo.
El chofer lo miraba sin extrañarse:
- Acá,
en la sierra, cuando a un campesino le pega un rayo, es señal de buena suerte.
Aunque, la verdad, otros dicen que se vuelven brujos, o algo así.
José Daniel recordó entonces, la luz blanca y ribetes rojos, y un
sonido tan fuerte pero que, por extraño que parezca, no le hizo daño a los
tímpanos. Luego, esa sensación de levitar en donde una hora pasa dentro de un
segundo. Recordó el salón negro, los masones, y las estrellas y la luna y
entonces, lo recordó todo.
Llevaba sobre una fuente hecha de piedra carbunclo, oro, esmeralda y
zafiros. Frente a él, una luz poderosa. Muchos obreros esculpían la piedra y
cantaban sin júbilo alguno. «Como se puede cantar sin estar alegre», pensó.
Luego la luz devoraba las piedras. Él era uno de los millones de portadores de
las ofrendas que debían entregar. Luego la luz se retiró, y quedaron en una
penumbra de un eterno atardecer. Pirámides ancestrales se erigían en el
horizonte y la esfinge miraba por donde se fue la luz. El sacerdote diseñó el
coloso porque era él el único que lo había visto de frente. Todos estaban
sometidos a él, y él a algo mayor, algo que nadie podía ver.
- ¿Una
sopita de rana, joven? – dijo el chofer, deteniendo el camión frente a un
restaurante de carretera, a las afueras de Matucana.
José Daniel bajó sin pensar. Solo recordaba la noche, y las
estrellas, en las que iban apareciendo una, por cada piedra preciosas ofrendada
minutos antes. Solo sabía que debía buscar una interpretación en las
intrincadas formas y distancias en las que aparecían en el firmamento.
- Una
sopa de rana, para hasta los pelos, joven –,
seguía el chofer, tratando de convencer a José Daniel de probar su plato
preferido.
Cada quien hacía dibujos en la arena recubierta de polvo de cobre.
Uno a uno, seres inexistentes aún, iban apareciendo. Arañas, monos, reptiles y
millones de animales no creados, pero que estaba en la mente de esos hombres.
«Solo usa una pequeña parte de tu cerebro, José Daniel. La otra parte está
oculta y el óxido del tiempo la desvanece, hasta inutilizarla». Nuevamente la
voz lo sobrecogió y entonces, en medio de esa penumbra, de astros y estrellas
que apenas alumbraban, apareció un astro incandescente. Nada volvería a ser lo
mismo. El planeta perdió sus ocho movimientos y solo quedó cuatro: rotación,
traslación, elíptica y pendular.
- Pruebe
su sopita, joven; después piense en médico – Decía el chofer mientras José
Daniel veía el sol aparecer por entre los cerros.
-
¡La luz, hágase la luz! – dijo en voz alta.
- Usted
es cristiano evangélico, católico apostólico y romano, no me decepcione joven,
o no lo dejo subir a mi camión.
«No hables en voz alta, José Daniel, te van a creer loco», la
vocecita le recomendaba eso, mientras recordaba la negritud del infinito
volverse de otro modo. Las minas de oro y piedras preciosas, de fuego de hornos
y fundiciones, se iban apagando. Una nueva especie verde llamadas plantas, surgían
ahora de cualquier parte, y el frío de la noche era más amable. Los pelos de su
cuerpo cayeron, buscando ahora algo con qué cubrirse.
- Pronto
llegaremos a Lima, ya cruzamos el puente Chosica, joven… - y mirándolo
extrañado-. Parece que el rayo le ha afectado mucho, ¿no joven?
José Daniel estaba aturdido. Con la mirada perdida en millones de
años atrás, supo que todo lo que la mente humana piense y pueda crear, se hará.
Eso los liberó de los socavones, que a veces es la propia mente humana. Y,
mientras bajaban por la carretera, sentía la humedad de Lima trepar por sus
piernas, alejándose de la sequedad de las montañas. Entonces, vio a lo lejos el
Volkswagen rojo de Esteban, detenido a un lado de la carretera.
- Ese
es mi amigo. ¿Puede reducir la velocidad por favor? – le dijo al chofer.
Cuando pasaron cerca, Esteban subió rápidamente a su auto. José
Daniel quiso pasarle la voz, pero, algo lo detuvo. Estaba ahí, de pie sobre una
roca a lado del cerro y lo suficientemente oculto, para dejarse ver y descubrir
el «encargo», había sido entregado.
- Esteban
es un «señalador» – Se dijo para sí.
«Tienes razón: es un señalador. Él dará fin a los sueños, tú le
darás el comienzo. Esa es tu misión.»
José Daniel descendió del camión, dándole las gracias al conductor.
- Joven,
en la fábrica textil que me cuenta, si hay un trabajito para mi hijo, me pasa
la voz. Es medio vago… Hágame ¿Sí? ¿Una tarjetita? ¿Tiene?
Recordó al mundo antiguo, cuando nada existía salvo la imaginación
humana, sometida a cánticos sin sentido, sin sentimiento, sin pasión. Un alma
humana capacitada para crear, obligada a trabajar forzosamente, con la única
obligación de adorar a un Dios que los sometía a no pensar, sino simplemente,
destinados a buscar tesoros y cosas escondidas por él mismo en las
profundidades de la roca llamada tierra. Si acaso no cumplían con la cuota, la
luz se ausentaba y el frío parecía durar una eternidad. Todos los sueños de la
humanidad entera se pusieron en su contra. Entonces, la luz mostró el verdadero
rostro de enemigo. Millones de años engañados por lo mismo. Nada volvería a ser
lo igual, nada.
Y mientras José Daniel se repetía una y otra vez:«¡Hágase la luz!,¡Hágase
la luz!», como recordando aquel día en que lo vio por primera vez aparecer al
astro en el horizonte, el alma humana entera había llamado desde su corazón y
con todas sus fuerzas, algo superior a su propia imaginación. Esa luz tan
esperada era la misma que ahora, su amigo y compañero, Esteban, intentaba
apagar.
Se llenó de fuerzas entonces, las mismas que sintió el día, en que
la batalla de los Dioses había comenzado. El día exacto en que se hizo la luz.
Me vino a la mente un libro que lei sobre Los Anunnaki, que llegaron a la Tierra a llevarse el oro.... Este capitulo tiene de todo, suspenso, historia, .... Me gusta, me gusta.
ResponderEliminarGracias. Seguiremos. Ver{e como pongo los Post del face, como adelanto de capítulos.
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