miércoles, 7 de agosto de 2013

Capítulo 3


EL DÍA EN QUE ESTEBAN SUPO EL POR QUÉ EXISTEN TESOROS TAPADOS EN TODO LIMA; LA GENTE SE MUERE TONTAMENTE; LOS OBREROS DE CONSTRUCCIÓN SE CAEN DEL PISO 13 Y QUE SU PROPIA HUMANIDAD SERÍA DESAFIADA.

«En el mundo de los Hanan Pacha y de los Uku Pacha, el espacio sideral de los dioses, solo hay guerra», pensó esteban entre molesto y a punto de rendirse, pensando «¿para qué todo?». 
-       Estamos en medio de ellos, invitados a una cena que no nos corresponde. Una guerra ancestral y ajena, en la que estamos simplemente ahí, entre ellos. Los que quieren nuestras vidas, y los que quieren nuestras muertes – Hablaba consigo mismo como tratando de darse una respuesta y sintiéndose tan inútil por saberla de ante mano:- ¿Para qué todo?

  Morir o vivir, era su decisión ahora, y Estaban lo sabía: a falta de guerras por miedo a la confrontación atómica, él portador de la muerte. Pero no se consideraba un asesino; al menos, no se sentía uno; solo le daba la orden con el “dedo”, a cambio de la grasa humana para detener al Dios Uku Pacha, a través de Pachacamac, elmadero viejo llamado El Señor de los Temblores.
  Esteban solo decidía quién, y nada más. No mataba directamente, no cometía asesinatos como el común de los asesinos lo hace. Sus víctimas podían ser cualquiera; pero él hubiera querido saber realmente, quién lo merecía de verdad, y no solo elegir a los que estaban cansados de estar sobre la vida. «Esos que sentían el placer de pisar el planeta, que no les servia de mucho más que como una carga -una “cruz” y sin corona-, cuando la carga en realidad eran ellos mismos», pensaba
-       Lima es una ciudad de asesinatos diarios. – se decía cada vez que leía los titulares de los diarios colgados en los kioscos de periódicos-. Es algo normal. Pero yo lo hago sin que nadie se dé cuenta. Para mí no es una estadística policial; para mí es un hecho real, y punto.
«¿Cómo saber, en cambio, que ese hombre que está cruzando la calle en este momento, llegará a su casa y asesinará? ¿O ese auto pasará por encima de cualquiera, y ese otro hombre cruzará la calle sin darse cuenta?», cavilaba Esteban, mientras meditaba en el poder que tenía, le bastaba señalar con el dedo, y ese hombre o mujer, ya “fue”; pero lo que no sabía -y era lo que más le torturaba-, era acabar con quien realmente lo merecía, y no la gente tonta y embustera a la que él identificaba con facilidad, sino aquellos que requerían una pronta venganza. Ésos era a los que él quería.
  No ver el futuro lo atormentaba. Una tonta estadística no ayudaba en nada en el cumplimiento de su propósito. Envidiaba, en cambio, aciertos los guerreros y gobernantes que podían arrebatarle una pluma de su cabeza del Dios Wiracocha, ascendido ahí por Hanan Pacha, el Dios de los cielos. Solo Él podía otorgar el poder de habitar el plano del futuro. Esteban, por el contrario, se limitaba tan solo a lo que podían ver sus ojos, y debía fiarse de eso, y solo de eso, por temor a tratar de ver con el corazón, como cuando falló con Elizabeth. Su vida pendía únicamente de su correcta capacidad de elección.
  Mirar el futuro es como tratar de ver al sol mismo, al Inti en pleno vuelo de medio día.
«Si tan solo pudiera arrebatarle una pluma», dijo casi maldiciendo.
  El ave, portadora del astro mayor el Sol, dejaba caer una de sus plumas de oro, a quien lo merecía. Esteban no estaba en esa lista definitivamente, y lloró muchas noches al saberlo. Además, el Dios  Inti volaba muy alto para ser alcanzado por él.
  Ver el pasado, en cambio, le era más fácil a Esteban, tanto como decir «ver para creer». Los cientos de millones de neuronas que cargaba su cerebro ahora se lo decía. Solo le permitían ver lo evidente: gente que no le gusta vivir en el planeta. «Al final, les hago un favor», se decía una y otra vez.
  Cada día, desde la creación del mundo original, ha sido lo mismo, y  los libros de historia son un engaño y la ciencia, apenas formula hipótesis que son desbaratadas una vez que son entendidas, para ser desechadas al día siguiente. Saber la verdad lo angustiaba, simplemente por no poderla compartir, sea porque no hubiera alguien dispuesto a escuchar, sino, simplemente, porque nadie le entendería nada, aunque lo estuviera viendo con los ojos. Preferían engañarse formulando verdades tentativas que no conducían sino a un mismo principio: no creo. «Para qué entonces decir nada, si tan pronto la mente prefiere inventarse cualquier cosas, para olvidar lo que aconteció en este planeta, antes de la fundación del mundo», culminaba su reflexión matutina para darse ánimos para levantarse cada mañana; sin cavilar si quiera si lo que hacía era lo correcto o lo incorrecto. Como todas las veces: «Hacer en mejor que pensar», y a continuación, volvía a la rutina de siempre: ser un «señalar».
  Logró realmente controlar la frustración de dejar de olvidar, para recordar recuerdos que ni eran suyos, luego de lidiar con ellos los primeros 10 años. La sucesión hechos históricos, con apenas referencias, le había resultado una especie de zapping colosal, a los que la única forma de eliminar su peso, era dejando de resistirse a ellos, sin tratar de darse explicaciones. «Al retirar a la gente inútil de este mundo, de alguna forma, preservo el futuro», concluyó a manera de darse una razón -de las tantas que se daba-, hasta que alcanzó el grado de madurez y paz interior, cuando pudo convencerse al año siguiente de cobrar su primera víctima. La década después, le sirvió para auto convencerse.
-       Eso siempre se recuerda: siempre hay una primera vez-, meditó de un salto.
Esa noche, la luna brillaba más intensamente. Cuando eso sucede, el inframundo, reclama lo suyo, el Uku Pacha sale para pedir su cuota y llenar su barca de gentes sin sentido, anónimos de la vida, sin sentido de propósito ni ganas de luchar, los que estaban en el plano del aquí y del ahora prácticamente sin saber por qué y menos para qué.
  El Uku Pacha era violento, pertenecía al inframundo, el rincón de los muertos, un lugar de los sin vida, de los que aún en el plano presente, del Kai Pacha, no gozaban de la energía vital de las sensaciones de estar vivo. Esteban sintió esa revelación al darse cuenta que la muerte no es la ausencia de la persona, sino del alma; y muchos andaban caminando por ahí, sin darse cuenta que estaban muertos. Esos son a los que él buscaba. Luego, los Yana, hacían su trabajo y el Uku Pacha quedaba complacido.
  A veces solo hacía falta generar una muerte tonta, como una piedra desprendida del acantilado que da al mar, o un resbalón en un baño cualquiera. Los Yana entonces, -que eran como monjes pequeños, casi humanos, pero cuya existencia data de antes que el universo existiera, el sol brillara y la batalla diera comienzo-, tomaban el cadáver, y le extraían apenas unos gramos de grasa, el suficiente como para que los científicos no pudieran darse cuenta de la ausencia. Luego, lo colocaban en un pote de barro cocido, con figuras extrañas, con símbolos y letras que ni ellos mismos entendían, y se lo ofrecían a Esteban. Al final, desparecían como gusanos de tierra: en medio del barro. Es cuando Esteban tenía siete días para engrasar al ídolo de palo, el Pachacamac,  con la esperanza que el Uku Pacha no pudiera subir y generar un desastre sísmico, cambiándolo por apenas un temblor leve y casi imperceptible.
  Pero, el amanecer del 12 de diciembre, no sería un día más de los cientos de millones de días que Esteban tenía guardados en su cabeza. Ese día el cansancio y el aburrimiento, hicieron presa de él; y bien lo sabía: era fatal para la clase de trabajo que tenía que hacer: un salvar al mundo de los muertos vivientes, sin testigos y sin aplausos.

  De todos los seres anónimos que tenía que matar, él ahora se sentía como uno de ellos. Miraba a lo lejos a un hombre que corría muy temprano, subiendo por la pendiente del Morro Solar, con dirección a él. Casi por instinto, percibía que era aquel hombre al que señalaría con el dedo. Entonces, el corazón de ese atleta solitario, estalló, cayendo de bruces al piso.
-       Policía: ¡quédese quieto! –Esteban escuchó una voz detrás suyo pero ni se inmutó. Él seguía haciendo lo que tantas veces lo había sacado de apuros: tomaba fotografías.
-       Acaso no me escuchó, oiga –dijo el policía.
  Esteban bajó la cámara y volteó lentamente, y dijo:
-       Buenos días, oficial, ¿qué se le ofrece?
-       ¿Qué hace usted aquí?
  Esteban enseñó la cámara sin mostrar expresión alguna, pero sin quitar de vista al corredor que yacía convulsionando sobre la pista.
-       Hay asaltantes por aquí. Usted no ha debido subir tan temprano. ¿Cómo evadió la tranquera?
-       Subí a pie. Mi auto está allá abajo, en el malecón. El auto rojo. ¿Lo ve?–y mirando hacia otra dirección, le increpó:- Pero mejor preocúpese de ese hombre: necesita ayuda.
  Cuando el policía, que trataba de ver el auto de Esteban estacionado en el malecón, vio al hombre que necesitaba ayuda, sopló su silbato avisando a su compañero de patrulla. Mientras la sirena de patrullero sonaba con toda su fuerza despertando a todos los vecinos, la tranquera no se levantaba: tenía cadenas para evitar el acceso durante la madrugada. El policía tropezó y empezó a rodar por la pendiente. “Solo necesitamos uno”, se dijo Esteban. El hombre se retorcía en el piso y el paro cardíaco hizo lo demás: murió. El oficial trataba de darle los primeros auxilios, medio muerto de miedo, adolorido por la caía y con cierto asco al darle respiración boca a boca. Esteban se acercó, y tomó varias fotografías, a lo que el miembro del orden trató de ensayar su mejor pose.
-       ¿Vio eso?
-       ¿Qué? – respondió Esteban.
  El policía creyó ver algo, -en realidad eran los Yanas, que sigilosamente había hecho su trabajo-; pero prefirió no ahondar en el asunto, para no tener que escribirlo en su parte de ocurrencias
-       No, no, nada –se apuró en decir mientras trataba de comunicarse con las manos, con su compañero de patrulla.
  El policía sabía bien que de esos asuntos es mejor no hablar. A varios colegas de la estación les dieron de baja por hablar «estupideces». Era preferible esperar las dos horas que tardó el fiscal de turno, para levantar elcadáver y llevarlo a la morgue. Cuando todo volvió a la normalidad, y el último curioso se había ido, el policía pidió documentos a Esteban y éste se los mostró y, antes que el custodio dijera algo, le dijo:
-       Tengo ocho cirugías plásticas.
-       Usted se conserva muy bien, señor… Metrosexual le dicen ahora –trató de reír el policía-Esteban…
-       Gracias ¿Puedo retirarme? –le cortó, mostrando su malestar por la pérdida tiempo.
-       Nadie vino a preguntar por el occiso, no señor Esteban.
-       Hay mucha gente sola en este mundo, que lo único que se dedica es a correr – respondió como dando una cátedra universitaria y una explicación contundente.
  Cuando llegó a su auto rojo, ahí estaba el pote con grasa humana. Encendió el auto y tomó la avenida Huaylas, rumbo al sur, a la casa de playa Arica donde había ocultado el verdadero ídolo, lejos de las miradas de extraños, y libres de impedimentos inesperados en el camino. No debía dejar que el Uku Pacha subiera al madero y menos, tratara de moverlo.
  A pesar de que Esteban mantenía a la luna vigilada, los Yanas le jugaban bromas haciéndose pasar por el Uku Pacha. En la mañana, en la tarde y en la noche, incluso en la madrugada, intentaban subir al ídolo de palo. Lo que no le parecía gracioso, era en los meses de cambio de estación, cuando el grado de inclinación de la tierra cambia, y producen los solsticios y los equinoccios de invierno y verano, los cuales mantienen las estaciones en los hemisferios norte y sur.
  La pugna de los Dioses por mantener el equilibro del planeta, y sostener que la luz de sol dé al mundo por igual, por la promesa hecha por Hanan Pacha, volvía loco a Esteban; pero al menos, sabía cuándo o por lo menos, en qué tiempo debía estar alerta. Luego, en la mañana y antes del amanecer, el ídolo debía estar ensebado al tope y clavado en el piso de arena, con sus cuatro caras señalando los puntos cardinales.
La exactitud era necesaria y Esteban lo sabía. Ayudado por una brújula digital, intentaba lograr la precisión, pero, en algunos casos, la energía telúrica se disipaba hacia direcciones que él no podía controlar. Errores que produjeron los terremotos de Chile y el peor, el de Haití, donde nunca los hay. El GPS satelital que poseía ahora, le daba esa vital precisión, en donde el error era prácticamente nulo.
  Recordó la vez que sintió pánico, y fue el día en que calculó al revés, y provocó el tsunami de Japón. Se sintió conminado a ser más exacto, más cauteloso, y dejar los instintos y la flojera para otra ocasión.
  Justamente, en el mar del Japón, se encontraba una de las esferas que destruyeron el planeta el día del diluvio universal. Él tenía todo el conocimiento del mundo y del universo; estaba fascinado, pero a la vez, consumido: «A quién le digo lo que sé». La angustia de guardar silencio para siempre le provocaba un desanimo sombrío, una tristeza infinita y unas ganas de dejar de hablar solo consigo mismo, mientras se mataba de risa de los últimos hallazgos y teoría de científicos novatos.Bien sabía que una emoción como esa, podía destruir el planeta, tal como le sucedió cuando olvidó su tarea y estalló el volcán Santa Elena en 1980. Gracias
a su oportuna reflexión, evitó que ese día, la península de California se desprendiera e iniciara su viaje hacia el polo norte.
-       Sí, Esteban, eso lo sabes tú… Y nadie más –se hablaba a sí mismo, como si fuera otra persona.
Sí; estaba cansado de lo mismo. Aburrido de estar solo, de encontrar cada mañana una pieza de oro, para revenderla en la calle La Paz de Miraflores, o en las joyerías del mercado central. Joyas que le daban como tributo a su trabajo, y que los Yanas desenterraban de a poco para él, de los miles de «tapados» que estaban enterrados en diversas partes de Lima, y que los antiguos ricos escondieron, durante la guerra, y que no pudieron desenterrar por miedo, o porque ya estaba muertos.
  Tesoros que, al momento de construir un edificio quedaban al descubierto, y por pertenecer a los Yanas, bajo el influjo de extrañas circunstancias, uno que otro obrero moría una vez que descubría uno. Los trabajadores de construcción civil saben eso, y hasta le dan poderes mágicos a la obra cuando hay una muerte accidental inexplicable. Pero Esteban sabía la verdad. Los Yanas merodean esos tesoros familiares y, cuando los constructores empiezan una obra y proceden a realizar las  excavaciones, ellos reclaman lo suyo, no sin antes cobrarse con un inocente obrero. Lo bueno es que después de extraer todo el oro, la plata y las joyas, cuidan de todos los que trabajan en la construcción, y no los molestaban más.

-       A mí es al que molestan a diario – se decía Esteban tratando de dormir un siesta.
Entonces recordó a su segunda víctima y de pronto, regresó a julio de 1970.
-       Abre la puerta, Esteban. Dos meses que no te comunicas con nosotros. ¿Qué te pasa? Creímos que habías muerto en el terremoto, pero en Lima no pasó nada. Abre.
José Daniel, al ver que Esteban no regresaba a trabajar a la fábrica textil, fue a buscarlo a la vieja casona de Barranco, donde vivía, o recordaba que vivía desde los tiempos de colegial. Su antigua amistad y lo que él ya sabía ahora que era: un «señalador», lo impulsaban a buscarlo y decirle lo que él sabía: él podía ver el futuro. Su amistad lo obligaba, desde los tiempos en que los dueños de la textileríalos invitaron a participar de una beca a Inglaterra, para estudiar ingeniería textil, por saber inglés y por tener cómo pagar los pasajes, una forma de evitar expatriar británicos al Perú, pues les resultaba caro. Desde ese día, compartieron sueños juntos y, más que los estudios en Londres, fueron los viajes a París, el descubrimiento de Italia y su viaje de aventuras y sin dinero, a Egipto.
-       Anda, Esteban: abre. Nos tienes preocupados. A Lima no le pasó nada, hermano… Abre.
«A Lima no le pasó nada; a mí me pasó todo; en Lima no hubo muertos, el único fui yo.» Se repetía malhumorado, mientras seguía tirado sobre la cama y viendo a través de la ventana, el sol desaparecer en el horizonte y en el mar, como cada tarde, por siempre.
-       Vete, José Daniel, estoy bien. Ven el próximo año – alcanzó a decir.
-       ¿Año sabático? Tú no eres judío, oye – le dijo José Daniel tocando la puerta como un pájaro carpintero-. Abre, que ya van dos meses que no nos vemos. Es 28 de julio… Vamos a tomarnos unos piscos.
Esteban pensaba en lo rápido que habían llegado las fiestas patrias; luego, arribaría  la primavera y el octubre de «miedo», el mes que le advirtieron «es el peor». Dos meses de su primera vez, el 31 de mayo, terremoto en Lima, desaparición de Yungay, 60 mil muertos. Dos meses que le parecerían 40 años y que, 40 años después, seguiría pensando lo mismo.
-       Ya salgo – Exclamó, decidido a vencer el tedio.
Entre aplausos llegó una voz de un televisor prendido: «¡Vayan matando!», escuchó. Era un programa sabatino de un animador famoso, y Esteban se rió con ironía, sin pensar ni imaginar siquiera,quién sería
esa noche, la próxima víctima.


1 comentario:

  1. De lectura rapida y fácil, sin mucho vocabulario difícil, de facil entendimiento y entretenido, como para todas las edades, pues conforme avanzaba en la lectura, el capitulo paso por mi mente como una película a colores...

    ResponderEliminar