lunes, 12 de agosto de 2013

Capítulo 4


EL 31 DE MAYO DE 1970 JOSE DANIEL REGRESA A LA FÁBRICA, SALVA A MR. JHON SIMPSON, SE ENTERA DEL ODIO PERSONAL QUE SU JEFE INGLÉS LE TIENE AL VOLSWAGEN DE ESTEBAN, LE GUSTA EL NOMBRE DE UNA VASCA LLAMADA ARANZHA Y POR QUÉ HER HERMAN GÖRING CAMBIA DE APELLIDO JUDIO MEIER (FLORES EN CASTELLANO), EN MEDIO DEL TERREMOTO

 
ERAN LAS 11 DE LA MAÑANA DEL 31 DE MAYO DE 1970 y José Daniel no quería regresar a su casa. Aún  vivía con sus padres y el olor a humo le traería grandes problemas, sobre todo con la fama de bebedor de pub en Londres y el olor a cigarrillos, que sus padre con un “no fumes dentro de la casa», y dos sábados con la puerta cerrada después de la media noche, acabaron con ambos vicios a la vez.

Nadie le creería que de regreso, un rayo le había caído y aún podía contarlo, así que prefirió ir a la fábrica para ver si el enfermero del tópico, un ex suboficial de la fuerza aérea, lo podría atender. Al menos podría decirle dónde ir, aunque no sintiera nada, salvo cuando volteó de improviso al llegar a la esquina, en el momento exacto en que un ómnibus de estrellaba contra el poste de alumbrado público. «Ángel de la guarda», pensó, y siguió su camino.

Los turnos de domingo eran de lo más tranquilo en la fábrica textil, pues la producción, las máquinas y los operarios de turno, sabrían manejar cualquier problema en ausencia de los jefes. Por eso, el vigilante de la puerta se sorprendió al verlo.

-       Joven, hoy inauguran el mundial ¿qué hace por acá?

A José Daniel le encantaba jugar al fútbol; pero no verlo. Pero su diplomacia era contundente.

-       Hoy, debemos ganar.

El vigilante, muy realista le contestó.

-       No jugamos hoy. Solo es la inauguración, pero, con estar ahí, es suficiente, joven.

José Daniel se dirigió a los vestuarios, cruzando los galpones cuando Mr. Simpson le pasó la voz.

-       Huola, muchaucho, qué haciendo tú por aquí.

Como todo inglés venido al Perú, no quería que le hablaran en su idioma natal, pues en su mayoría se esforzaban en hablar bien el castellano. Mr. Simpson no era la excepción, y aunque pedía siempre que lo corrigieran; pero se molestaba cuando lo hacían. Así que era preferible no ser muy honesto con él.

-       ¿Cómo está, míster Simpson? Qué bien: su castellano está mejorando mucho.

A lo que el viejo inglés se alegraba tanto escuchar eso, como si recibiera una condecoración de la propia reina Isabel. Algo así como cuando relataba sus experiencias en la segunda guerra mundial, como  piloto de casa. «Last batalla en los cielorsbritánicos, joven, ¿Qué recuerdos?», le decía. Y procedía a relatar, cuando sus 21 años le dieron la mejor máquina de combate, luego de volar su HawkerTempest, Mk II con motor Bristol Centaurus.

-       Quinientouskilooometrouspour hora. Una bala, mi amigou, una bala.

Sus relatos eran extraordinarios, pero lástima que lo hacía en su ‘perfecto’ castellano. A José Daniel le parecía la vez que el tartamudo Juancho leyó la biblia en las misa de lunes, en el colegio de su infancia. «Una auténtica tortura».

Fue la mañana del 5 de agosto de 1940 su primer encuentro con el enemigo. La Luftwaffe alemana lanzó un ataque sorpresa contra el sur de Londres, sin llegar al centro de la ciudad. Hasta ese momento, se respetaban las reglas de combate de no atacar poblaciones civiles. Y en ese mismo cielo, dos años después, y con medio Londres destruido, y su población viviendo en los subterráneos, las guerra había llegado a las cocinas de todos los ingleses.

Daniel Miller -«ousted me hacer recordar muchou a mi amigou Miller, joven Daniel», era su compañero de vuelo esa mañana de agosto de «cuarrentitresourcuarrenticuatro, ya no recuerdou», le decía una tarde en el cafetín de la fábrica a José Daniel-, se enfrentaban a los mejores pilotos aéreos de la alemania nazi. Míster Simpson lo hacía moviendo las manos como generalmente hacen los pilotos de combate cuando cuenta sus hazañas, con la mirada fija al frente, como si volviera a verlo todo, y no quisieran perderse ni un detalle.

Ametrallamos a la nave alemana que, siendo antiguas, tenía una maniobra aéreaimpresionante. Sus aviones
no plegaban las ruedas como los diseños americanos o ingleses, pero tenían una capacidad de esquivarnos y ponerse detrás de uno, que no daba tiempo para nada. «Esas ruedas ayuadabarm seguro, porreso no las quitaban». En medio de los disparos aéreos, mi mustang de fuselaje americano, y motorRolls-Royce merlin/62,  V12, 12 cilindros 2600 caballos de fuerza, y la capacidad de volar a 700 k/h, vi una extraña nave. Era un V1, una bomba parecida a un avión no tripulado, con una tonelada de dinamita dentro. Miller y yo lo avistamos: iba custodiado por un caza alemán, para que llegara a su objetivo sin contratiempos. Empezamos a disparar con todo lo que teníamos; no pensábamos más, solo la imaginábamos si llegaba a la ciudad: desaparecían 5 o 6 cuadras de historia británica. El V1 seguía su vuelo custodiado por el caza con ruedas, y no dábamos en el blanco. Entonces me puse detrás de él alemán. Miller estaba por encima y enfrente nuestro, luego lo vi venir directo hacia nosotros. Si yo seguía disparando, podría herir a mi compañero, entonces, «boom». Miller estrelló su nave contra la bomba y la honda expansiva acabó con el custodio alemán, y con mi nave. Ahí están mis quemaduras.

A José Daniel siempre le causaba cierto desagrado cuando el gringo se levantaba la camisa y el pecho estaba tan arrugado por las quemaduras, como el cuerpo de un ahogado de 10 días, tal como vio alguna vez a uno, en la playa de Miraflores. Así que en lugar de evocar heridas de combate de un héroe inglés, solo veía un ahogado en la playa, muerto, desnudo y una voz que decía «pobre infeliz».

«El enfermerro, el de la FAP, también tiene surshistorrias, joven Daniel», le decía Mr. Simpson, para acentuar que él no era un único héroe solitario, borrachín de taberna londinense y que no estaba lo suficientemente viejo para andar contando historia que solo le interesara a sus nietos, y a nadie más.

-       Justamente, Señor Simpson, voy al tópico.

-       ¿Arlguna dolrencia, joven?

-       Ninguna: hongos.

-       Oh.

José Daniel empezó a ver cosas extrañas, como el espejismo que produce el desierto cuando hace mucho calor, pero esta vez, era mayo, llegando recién el invierno. Luego, un silencio casi infinito, todo en cámara lenta, como en las películas. Los perros empezaron a aullar. El cielo de Lima, al Oeste estaba como siempre, cubierto de una nube eterna; al Este, se divisaban nubes de verdad, que viajaban solitarias acompañadas por el viento. Pero algo raro sucedía: estaban como detenidas en el espacio.

-       Chosica, lindow.

Mr. Simpson hablaba mucho de lo hermoso que era Lima. En la ‘isla’, como la llamaba al Reino Unido, el invierno es igual en todas partes. En Lima, en cambio, con su humedad y su frío intenso, a dos horas, te puedes bañar «calatouw si quierres», moviéndose como un niño que va de paseo.

-       Míster, ¿no siente algo? – y no terminaba de hacer la pregunta, cuando José Daniel sitió que la tierra empezó a temblar.

Los almacenes de algodón, talleres y maestranza empezaban a caer. Míster Simpson no sabía nada de terremotos; solo de guerra. De pronto imaginó el bombardeo de Guernica y su amiga Aranzha, que lo cuidó
todo el tiempo que duró que sanen sus heridas. De la carta que le escribió señalando cómo los alemanes habían destruido su ciudad, y ella no quería vivir en el país Vasco que había encontrado. Y de la vez en la que él teniente Simpson, condecorado, volvió a la base aérea para abordar un B52, y bombardear Múnich y Berlín, en nombre de la mujer que lo había cuidado mejor, incluso, que su propia madre.

-       Maldito Göering – dijo en voz alta, mientras José Daniel trataba de empujarlo al medio del campo de descarga de pacas de algodón- ¿Sabía usted que se cambió de apellido a Meier, que es judío y significa flores, si Alemania era bombardeada...?

José Daniel miraba los postes temblar y a las calaminas,que empezaban a deslizarse, y volar como espadas por los aires. Primero el sonido, luego el temblor, de pronto, la tierra se mecía de un lado al otro hasta que las olas, como si se deslizaran dedos debajo de una sábana, venía una tras otra. El tanque elevado de la fábrica, que extraía agua del subsuelo, se quebró en su base, mientras el gringo repetía constantemente:

-       Todo vastar bien… Eperremos a ver qué hacer después.

El tanque cayó y soltó toda el agua que tenía, arrastrando a los dos por el pavimento de la explanada de descarga de camiones. Mientras se revolcaban en el agua que se volvía fango, el gringo le decía en tono paternal: «Agárrese, agárrese», y José Daniel se sorprendía ver una ligera sonrisa en la cara del gringo, como si lo que estaba pasando fuera divertido. «Está loco», se dijo.


El terremoto pasó y la primera imagen que le vino a la mente no fue su casa, sus padres, la fábrica o la ciudad. Lo primero que le vino a la mente fue Esteban.

-       ¡Yahoo!, cómo no estar volswagen de Esteban aquí, parraver poste matar otro alemán.

José Daniel no dejó de reír de la ocurrencia del gringo, y en efecto, uno poste había caído sobre el estacionamiento de Esteban, pero no era simple coincidencia que ambos pensaran en la misma persona a la vez. «¿No será porque el gringo es masón?», se preguntó a sí mismo.

Las brigadas de socorro llegaron pronto en ayuda de los dos y, mientras le decían que no se movieran, algo extraño parecía haberles ocurrido.

-       ¿Qué pasa? ¿Acaso ven resucitar a un muerto…?

-       Bueno –dijo el rescatista, el señor Pepe Oliva, hombre de cuarenta años y experimentado bombero que trabajaba como controlador de producción-, no vemos uno, sino dos.

Una horas más tarde, y en el tópico de la fábrica, José Daniel no quería otra cosas que levantarse y salir rumbo a su casa, mientras el gringo sonreía como si en vez de haber experimentado un terremoto, bajara de la rueda de la fortuna.

-       A qué hora nos dan de alta – preguntó José Daniel, al enfermero en jefe.

-       Es extraño, según me cuentan –le respondió don Hildebrando Salazar, jubilado de la fuerza aérea y ex combatiente.

-       ¿Qué debe parecer raro?

-       ¿No le han dicho? – le contestó extrañado.

-       ¡No¡ -contestó José Daniel ya molesto y a punto de estallar- Qué no me han dicho ¿qué?

-       Le ha caído un tanque elevado de 16 toneladas encima, y siguen vivos.

Y mientras Mr. Simpson se moría de risa, José Daniel, vio, a través de la ventana, la misma figura que al amanecer de ese día, le entregaba la ’encomiendo’ a Esteban.


«Alguien había cometido un error», pensó.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Capítulo 3


EL DÍA EN QUE ESTEBAN SUPO EL POR QUÉ EXISTEN TESOROS TAPADOS EN TODO LIMA; LA GENTE SE MUERE TONTAMENTE; LOS OBREROS DE CONSTRUCCIÓN SE CAEN DEL PISO 13 Y QUE SU PROPIA HUMANIDAD SERÍA DESAFIADA.

«En el mundo de los Hanan Pacha y de los Uku Pacha, el espacio sideral de los dioses, solo hay guerra», pensó esteban entre molesto y a punto de rendirse, pensando «¿para qué todo?». 
-       Estamos en medio de ellos, invitados a una cena que no nos corresponde. Una guerra ancestral y ajena, en la que estamos simplemente ahí, entre ellos. Los que quieren nuestras vidas, y los que quieren nuestras muertes – Hablaba consigo mismo como tratando de darse una respuesta y sintiéndose tan inútil por saberla de ante mano:- ¿Para qué todo?

  Morir o vivir, era su decisión ahora, y Estaban lo sabía: a falta de guerras por miedo a la confrontación atómica, él portador de la muerte. Pero no se consideraba un asesino; al menos, no se sentía uno; solo le daba la orden con el “dedo”, a cambio de la grasa humana para detener al Dios Uku Pacha, a través de Pachacamac, elmadero viejo llamado El Señor de los Temblores.
  Esteban solo decidía quién, y nada más. No mataba directamente, no cometía asesinatos como el común de los asesinos lo hace. Sus víctimas podían ser cualquiera; pero él hubiera querido saber realmente, quién lo merecía de verdad, y no solo elegir a los que estaban cansados de estar sobre la vida. «Esos que sentían el placer de pisar el planeta, que no les servia de mucho más que como una carga -una “cruz” y sin corona-, cuando la carga en realidad eran ellos mismos», pensaba
-       Lima es una ciudad de asesinatos diarios. – se decía cada vez que leía los titulares de los diarios colgados en los kioscos de periódicos-. Es algo normal. Pero yo lo hago sin que nadie se dé cuenta. Para mí no es una estadística policial; para mí es un hecho real, y punto.
«¿Cómo saber, en cambio, que ese hombre que está cruzando la calle en este momento, llegará a su casa y asesinará? ¿O ese auto pasará por encima de cualquiera, y ese otro hombre cruzará la calle sin darse cuenta?», cavilaba Esteban, mientras meditaba en el poder que tenía, le bastaba señalar con el dedo, y ese hombre o mujer, ya “fue”; pero lo que no sabía -y era lo que más le torturaba-, era acabar con quien realmente lo merecía, y no la gente tonta y embustera a la que él identificaba con facilidad, sino aquellos que requerían una pronta venganza. Ésos era a los que él quería.
  No ver el futuro lo atormentaba. Una tonta estadística no ayudaba en nada en el cumplimiento de su propósito. Envidiaba, en cambio, aciertos los guerreros y gobernantes que podían arrebatarle una pluma de su cabeza del Dios Wiracocha, ascendido ahí por Hanan Pacha, el Dios de los cielos. Solo Él podía otorgar el poder de habitar el plano del futuro. Esteban, por el contrario, se limitaba tan solo a lo que podían ver sus ojos, y debía fiarse de eso, y solo de eso, por temor a tratar de ver con el corazón, como cuando falló con Elizabeth. Su vida pendía únicamente de su correcta capacidad de elección.
  Mirar el futuro es como tratar de ver al sol mismo, al Inti en pleno vuelo de medio día.
«Si tan solo pudiera arrebatarle una pluma», dijo casi maldiciendo.
  El ave, portadora del astro mayor el Sol, dejaba caer una de sus plumas de oro, a quien lo merecía. Esteban no estaba en esa lista definitivamente, y lloró muchas noches al saberlo. Además, el Dios  Inti volaba muy alto para ser alcanzado por él.
  Ver el pasado, en cambio, le era más fácil a Esteban, tanto como decir «ver para creer». Los cientos de millones de neuronas que cargaba su cerebro ahora se lo decía. Solo le permitían ver lo evidente: gente que no le gusta vivir en el planeta. «Al final, les hago un favor», se decía una y otra vez.
  Cada día, desde la creación del mundo original, ha sido lo mismo, y  los libros de historia son un engaño y la ciencia, apenas formula hipótesis que son desbaratadas una vez que son entendidas, para ser desechadas al día siguiente. Saber la verdad lo angustiaba, simplemente por no poderla compartir, sea porque no hubiera alguien dispuesto a escuchar, sino, simplemente, porque nadie le entendería nada, aunque lo estuviera viendo con los ojos. Preferían engañarse formulando verdades tentativas que no conducían sino a un mismo principio: no creo. «Para qué entonces decir nada, si tan pronto la mente prefiere inventarse cualquier cosas, para olvidar lo que aconteció en este planeta, antes de la fundación del mundo», culminaba su reflexión matutina para darse ánimos para levantarse cada mañana; sin cavilar si quiera si lo que hacía era lo correcto o lo incorrecto. Como todas las veces: «Hacer en mejor que pensar», y a continuación, volvía a la rutina de siempre: ser un «señalar».
  Logró realmente controlar la frustración de dejar de olvidar, para recordar recuerdos que ni eran suyos, luego de lidiar con ellos los primeros 10 años. La sucesión hechos históricos, con apenas referencias, le había resultado una especie de zapping colosal, a los que la única forma de eliminar su peso, era dejando de resistirse a ellos, sin tratar de darse explicaciones. «Al retirar a la gente inútil de este mundo, de alguna forma, preservo el futuro», concluyó a manera de darse una razón -de las tantas que se daba-, hasta que alcanzó el grado de madurez y paz interior, cuando pudo convencerse al año siguiente de cobrar su primera víctima. La década después, le sirvió para auto convencerse.
-       Eso siempre se recuerda: siempre hay una primera vez-, meditó de un salto.
Esa noche, la luna brillaba más intensamente. Cuando eso sucede, el inframundo, reclama lo suyo, el Uku Pacha sale para pedir su cuota y llenar su barca de gentes sin sentido, anónimos de la vida, sin sentido de propósito ni ganas de luchar, los que estaban en el plano del aquí y del ahora prácticamente sin saber por qué y menos para qué.
  El Uku Pacha era violento, pertenecía al inframundo, el rincón de los muertos, un lugar de los sin vida, de los que aún en el plano presente, del Kai Pacha, no gozaban de la energía vital de las sensaciones de estar vivo. Esteban sintió esa revelación al darse cuenta que la muerte no es la ausencia de la persona, sino del alma; y muchos andaban caminando por ahí, sin darse cuenta que estaban muertos. Esos son a los que él buscaba. Luego, los Yana, hacían su trabajo y el Uku Pacha quedaba complacido.
  A veces solo hacía falta generar una muerte tonta, como una piedra desprendida del acantilado que da al mar, o un resbalón en un baño cualquiera. Los Yana entonces, -que eran como monjes pequeños, casi humanos, pero cuya existencia data de antes que el universo existiera, el sol brillara y la batalla diera comienzo-, tomaban el cadáver, y le extraían apenas unos gramos de grasa, el suficiente como para que los científicos no pudieran darse cuenta de la ausencia. Luego, lo colocaban en un pote de barro cocido, con figuras extrañas, con símbolos y letras que ni ellos mismos entendían, y se lo ofrecían a Esteban. Al final, desparecían como gusanos de tierra: en medio del barro. Es cuando Esteban tenía siete días para engrasar al ídolo de palo, el Pachacamac,  con la esperanza que el Uku Pacha no pudiera subir y generar un desastre sísmico, cambiándolo por apenas un temblor leve y casi imperceptible.
  Pero, el amanecer del 12 de diciembre, no sería un día más de los cientos de millones de días que Esteban tenía guardados en su cabeza. Ese día el cansancio y el aburrimiento, hicieron presa de él; y bien lo sabía: era fatal para la clase de trabajo que tenía que hacer: un salvar al mundo de los muertos vivientes, sin testigos y sin aplausos.

  De todos los seres anónimos que tenía que matar, él ahora se sentía como uno de ellos. Miraba a lo lejos a un hombre que corría muy temprano, subiendo por la pendiente del Morro Solar, con dirección a él. Casi por instinto, percibía que era aquel hombre al que señalaría con el dedo. Entonces, el corazón de ese atleta solitario, estalló, cayendo de bruces al piso.
-       Policía: ¡quédese quieto! –Esteban escuchó una voz detrás suyo pero ni se inmutó. Él seguía haciendo lo que tantas veces lo había sacado de apuros: tomaba fotografías.
-       Acaso no me escuchó, oiga –dijo el policía.
  Esteban bajó la cámara y volteó lentamente, y dijo:
-       Buenos días, oficial, ¿qué se le ofrece?
-       ¿Qué hace usted aquí?
  Esteban enseñó la cámara sin mostrar expresión alguna, pero sin quitar de vista al corredor que yacía convulsionando sobre la pista.
-       Hay asaltantes por aquí. Usted no ha debido subir tan temprano. ¿Cómo evadió la tranquera?
-       Subí a pie. Mi auto está allá abajo, en el malecón. El auto rojo. ¿Lo ve?–y mirando hacia otra dirección, le increpó:- Pero mejor preocúpese de ese hombre: necesita ayuda.
  Cuando el policía, que trataba de ver el auto de Esteban estacionado en el malecón, vio al hombre que necesitaba ayuda, sopló su silbato avisando a su compañero de patrulla. Mientras la sirena de patrullero sonaba con toda su fuerza despertando a todos los vecinos, la tranquera no se levantaba: tenía cadenas para evitar el acceso durante la madrugada. El policía tropezó y empezó a rodar por la pendiente. “Solo necesitamos uno”, se dijo Esteban. El hombre se retorcía en el piso y el paro cardíaco hizo lo demás: murió. El oficial trataba de darle los primeros auxilios, medio muerto de miedo, adolorido por la caía y con cierto asco al darle respiración boca a boca. Esteban se acercó, y tomó varias fotografías, a lo que el miembro del orden trató de ensayar su mejor pose.
-       ¿Vio eso?
-       ¿Qué? – respondió Esteban.
  El policía creyó ver algo, -en realidad eran los Yanas, que sigilosamente había hecho su trabajo-; pero prefirió no ahondar en el asunto, para no tener que escribirlo en su parte de ocurrencias
-       No, no, nada –se apuró en decir mientras trataba de comunicarse con las manos, con su compañero de patrulla.
  El policía sabía bien que de esos asuntos es mejor no hablar. A varios colegas de la estación les dieron de baja por hablar «estupideces». Era preferible esperar las dos horas que tardó el fiscal de turno, para levantar elcadáver y llevarlo a la morgue. Cuando todo volvió a la normalidad, y el último curioso se había ido, el policía pidió documentos a Esteban y éste se los mostró y, antes que el custodio dijera algo, le dijo:
-       Tengo ocho cirugías plásticas.
-       Usted se conserva muy bien, señor… Metrosexual le dicen ahora –trató de reír el policía-Esteban…
-       Gracias ¿Puedo retirarme? –le cortó, mostrando su malestar por la pérdida tiempo.
-       Nadie vino a preguntar por el occiso, no señor Esteban.
-       Hay mucha gente sola en este mundo, que lo único que se dedica es a correr – respondió como dando una cátedra universitaria y una explicación contundente.
  Cuando llegó a su auto rojo, ahí estaba el pote con grasa humana. Encendió el auto y tomó la avenida Huaylas, rumbo al sur, a la casa de playa Arica donde había ocultado el verdadero ídolo, lejos de las miradas de extraños, y libres de impedimentos inesperados en el camino. No debía dejar que el Uku Pacha subiera al madero y menos, tratara de moverlo.
  A pesar de que Esteban mantenía a la luna vigilada, los Yanas le jugaban bromas haciéndose pasar por el Uku Pacha. En la mañana, en la tarde y en la noche, incluso en la madrugada, intentaban subir al ídolo de palo. Lo que no le parecía gracioso, era en los meses de cambio de estación, cuando el grado de inclinación de la tierra cambia, y producen los solsticios y los equinoccios de invierno y verano, los cuales mantienen las estaciones en los hemisferios norte y sur.
  La pugna de los Dioses por mantener el equilibro del planeta, y sostener que la luz de sol dé al mundo por igual, por la promesa hecha por Hanan Pacha, volvía loco a Esteban; pero al menos, sabía cuándo o por lo menos, en qué tiempo debía estar alerta. Luego, en la mañana y antes del amanecer, el ídolo debía estar ensebado al tope y clavado en el piso de arena, con sus cuatro caras señalando los puntos cardinales.
La exactitud era necesaria y Esteban lo sabía. Ayudado por una brújula digital, intentaba lograr la precisión, pero, en algunos casos, la energía telúrica se disipaba hacia direcciones que él no podía controlar. Errores que produjeron los terremotos de Chile y el peor, el de Haití, donde nunca los hay. El GPS satelital que poseía ahora, le daba esa vital precisión, en donde el error era prácticamente nulo.
  Recordó la vez que sintió pánico, y fue el día en que calculó al revés, y provocó el tsunami de Japón. Se sintió conminado a ser más exacto, más cauteloso, y dejar los instintos y la flojera para otra ocasión.
  Justamente, en el mar del Japón, se encontraba una de las esferas que destruyeron el planeta el día del diluvio universal. Él tenía todo el conocimiento del mundo y del universo; estaba fascinado, pero a la vez, consumido: «A quién le digo lo que sé». La angustia de guardar silencio para siempre le provocaba un desanimo sombrío, una tristeza infinita y unas ganas de dejar de hablar solo consigo mismo, mientras se mataba de risa de los últimos hallazgos y teoría de científicos novatos.Bien sabía que una emoción como esa, podía destruir el planeta, tal como le sucedió cuando olvidó su tarea y estalló el volcán Santa Elena en 1980. Gracias
a su oportuna reflexión, evitó que ese día, la península de California se desprendiera e iniciara su viaje hacia el polo norte.
-       Sí, Esteban, eso lo sabes tú… Y nadie más –se hablaba a sí mismo, como si fuera otra persona.
Sí; estaba cansado de lo mismo. Aburrido de estar solo, de encontrar cada mañana una pieza de oro, para revenderla en la calle La Paz de Miraflores, o en las joyerías del mercado central. Joyas que le daban como tributo a su trabajo, y que los Yanas desenterraban de a poco para él, de los miles de «tapados» que estaban enterrados en diversas partes de Lima, y que los antiguos ricos escondieron, durante la guerra, y que no pudieron desenterrar por miedo, o porque ya estaba muertos.
  Tesoros que, al momento de construir un edificio quedaban al descubierto, y por pertenecer a los Yanas, bajo el influjo de extrañas circunstancias, uno que otro obrero moría una vez que descubría uno. Los trabajadores de construcción civil saben eso, y hasta le dan poderes mágicos a la obra cuando hay una muerte accidental inexplicable. Pero Esteban sabía la verdad. Los Yanas merodean esos tesoros familiares y, cuando los constructores empiezan una obra y proceden a realizar las  excavaciones, ellos reclaman lo suyo, no sin antes cobrarse con un inocente obrero. Lo bueno es que después de extraer todo el oro, la plata y las joyas, cuidan de todos los que trabajan en la construcción, y no los molestaban más.

-       A mí es al que molestan a diario – se decía Esteban tratando de dormir un siesta.
Entonces recordó a su segunda víctima y de pronto, regresó a julio de 1970.
-       Abre la puerta, Esteban. Dos meses que no te comunicas con nosotros. ¿Qué te pasa? Creímos que habías muerto en el terremoto, pero en Lima no pasó nada. Abre.
José Daniel, al ver que Esteban no regresaba a trabajar a la fábrica textil, fue a buscarlo a la vieja casona de Barranco, donde vivía, o recordaba que vivía desde los tiempos de colegial. Su antigua amistad y lo que él ya sabía ahora que era: un «señalador», lo impulsaban a buscarlo y decirle lo que él sabía: él podía ver el futuro. Su amistad lo obligaba, desde los tiempos en que los dueños de la textileríalos invitaron a participar de una beca a Inglaterra, para estudiar ingeniería textil, por saber inglés y por tener cómo pagar los pasajes, una forma de evitar expatriar británicos al Perú, pues les resultaba caro. Desde ese día, compartieron sueños juntos y, más que los estudios en Londres, fueron los viajes a París, el descubrimiento de Italia y su viaje de aventuras y sin dinero, a Egipto.
-       Anda, Esteban: abre. Nos tienes preocupados. A Lima no le pasó nada, hermano… Abre.
«A Lima no le pasó nada; a mí me pasó todo; en Lima no hubo muertos, el único fui yo.» Se repetía malhumorado, mientras seguía tirado sobre la cama y viendo a través de la ventana, el sol desaparecer en el horizonte y en el mar, como cada tarde, por siempre.
-       Vete, José Daniel, estoy bien. Ven el próximo año – alcanzó a decir.
-       ¿Año sabático? Tú no eres judío, oye – le dijo José Daniel tocando la puerta como un pájaro carpintero-. Abre, que ya van dos meses que no nos vemos. Es 28 de julio… Vamos a tomarnos unos piscos.
Esteban pensaba en lo rápido que habían llegado las fiestas patrias; luego, arribaría  la primavera y el octubre de «miedo», el mes que le advirtieron «es el peor». Dos meses de su primera vez, el 31 de mayo, terremoto en Lima, desaparición de Yungay, 60 mil muertos. Dos meses que le parecerían 40 años y que, 40 años después, seguiría pensando lo mismo.
-       Ya salgo – Exclamó, decidido a vencer el tedio.
Entre aplausos llegó una voz de un televisor prendido: «¡Vayan matando!», escuchó. Era un programa sabatino de un animador famoso, y Esteban se rió con ironía, sin pensar ni imaginar siquiera,quién sería
esa noche, la próxima víctima.


martes, 6 de agosto de 2013

Capítulo 2

EL DIA QUE JOSÉ DANIEL RECORDÓ LA VEZ QUE LE DIJERON QUE OJALA LE PARTIERA UN RAYO Y EN EFECTO LE CAYÓ UNO ENCIMA, SIN PERCATARSE LO QUE APRENDERIA DE SU EXPERIENCIA. RECONOCERÍA EN ESTABAN A UN «SEÑALADOR» Y QUE LEJOS DE SER DOS RIVALES ACESTRALES, CADA UNO TENIA UNA MISIÓN QUE CUMPLIR A PARTE DE VIVIR SOLAMENTE, CASI COMO EL DÍA EN QUE SE HIZO LA LUZ.

Le recomendaron salir temprano a Lima. Huancayo estaba a seis horas de camino y José Daniel estaba satisfecho de las muestras de lana de Alpaca. Iba pensando en los diseños que se podría hacer con los colores y texturas. En la fábrica textil aplaudiría su iniciativa, mostrando al mundo una nueva forma de vestir, con identidad andina. «Moda étnica», pensó.
  En su cabeza retumbaban las veces que en el politécnico de Londres le llamaban «los Incas» alos estudiantes peruanos, aunque él solo recordaba de las raíces ancestrales, lo que le dijeron en el colegio, en las clases de historia y nada más. Pero ahí estaban, en su mayoría,  chinos, indios y peruanos, tratando de manejar las complicadas máquinas de tejer, únicas en el mundo, y que eran exportados a Hong Kong, Nueva Delhi y Lima, con la esperanza de que en esos lugares salieran prendas novedosas, que sus pares ingleses pudieran comercializar en el mundo.
  Mientras tomaba la carretera, José Daniel pensó en sus amigos, sobre todo, en Esteban. Aprendió de él su capacidad de ermitaño antiguo. Vivir en Londres fue algo así: rodeado de muchos ingleses y condenado solo a hablar con tus amigos. El acento latinoamericano de su inglés escolar, colocaba a ambos en algo así como extraños, «huevo frito en ceviche», decía Esteban, mientras reían y mandaban postales de los lugares que visitaban los domingos libres: castillos, plazas y parques que estaban ahí, intactos, desde antes del descubrimiento de américa. Del museo de la ciencia, el árbol de manzana de Newton y de sus escapadas al Piccadilly Circus o a la torre de Londres, después de querer ligar a una turista en Trasfalgar square.

  Pasar por los túneles de la cordillera central andina le recordaban las veces que viajaba en el histórico metro de Londres. Miles de personas refugiadas en su interior en los años 1940s, cuidándose de las bombas nazis. De la extraña sensación de calor que hay en esos lugares, aún con el frío o la neblina intensa, tan característica de la ciudad. Como la que veía en frente, ahora, en la carretera, con las nuevas luces neblineras amarilla que alumbraban apenas sombras, pues no alertaban de las imprevistas y traicioneras curvas caprichosas, que la carretera dibujaba en los cerros de la sierra peruana.
  Una estrella fugaz alumbró la noche opaca. «¡Un platillo volador!», hubiera querido ver en ese momento. Cuando, sin presagiarlo o preverlo, el motor del auto empezó a fallar. Las luces parpadearon y se detuvo. José Daniel no estaba asustado; sabía de mecánica, era ingeniero textil, mancharse las manos no era nada. «A ver, qué pasa», se dijo, más para darse ánimos que para lanzar una grosería. «La flema inglesa se me ha pegado, creo», se dijo y rió medio en serio medio embroma.
  Una hora después, despertó. Su auto estaba completamente calcinado, pero sin arder ni señal de incendio. Simplemente estaba negro y humeante. Se incorporó como si no hubiera pasado nada. Trató de abrir la maletera para sacar sus muestras, pero están totalmente arruinadas. No se sorprendió ni se inmutó de la llamada de atención que de seguro recibiría el lunes, cuando no tendría nada qué enseñar de su viaje a Huancayo.
  «El auto es de la compañía», se dijo como para obviar cualquier otra explicación.
Tan pronto terminó de recordar, estaba sobre un camión de transporte.
-       Su carrito quedó achicharrado, ¿no joven?, -dijo el conductor.
  José Daniel no recordaba cómo había subido al vehículo, ni si quiera en qué momento lo había detenido. Solo estaba ahí, viendo cosas, hablándose a sí mismo, mientras seguía su camino.
Años atrás conversaba consigo mismo, pero ahora era ridículo. Tenía una segunda persona dentro de él. «No te preocupes; ya lo entenderás»
-       Quién dijo eso – Exclamo y el conductor le respondió:
-       La radio, joven, la radio. Hoy es la inauguración del mundial de México 70, estaremos ahí.
  «Es bueno guardar silencio ahora, José Daniel, la gente común no entiende de estas cosas», y él miraba todo a su alrededor como si fuera la primera vez. Como ese día, en que su profesor de matemática del politécnico, lo llevó a una sesión de la masonería londinense, para ver si se interesaba. Un salón amplio, de mármol blanco, y una tela negra al fondo, que la cubría del techo a la pared, y donde se veía la luna y las estrellas, tres columnas que no sostenía nada y una biblia en medio.
-       El sol, ¿dónde está el sol?
-       Ya va a salir, joven… Está amaneciendo – le respondió el conductor, mirándolo como extrañado, y preguntó:- ¿Le cayó un rayo, no, joven?
  No se refería al sol, al astro rey, sino a que en el salón de los masones no había sol. Eso es lo que le llamó
la atención, como si en ese salón existiera en su memoria antigua; como si hubiera existido antes de la fundación del mundo; antes de que alguien dijera «Hágase la luz». Eso lo hizo desistir de continuar con los masones, eran extraños, casi ridículos. Desde su iniciación, caminar vendado, con una pierna descubierta y el sonido de las espadas, le trajo a la memoria algo que no solo no podía recordar, sino que simplemente, no quería hacerlo. Tanto así, que no sabía realmente el por qué debía olvidar.
-       No recuerdo casi nada, señor – le dijo al conductor como por decir algo.
  El chofer lo miraba sin extrañarse:
-       Acá, en la sierra, cuando a un campesino le pega un rayo, es señal de buena suerte. Aunque, la verdad, otros dicen que se vuelven brujos, o algo así.
  José Daniel recordó entonces, la luz blanca y ribetes rojos, y un sonido tan fuerte pero que, por extraño que parezca, no le hizo daño a los tímpanos. Luego, esa sensación de levitar en donde una hora pasa dentro de un segundo. Recordó el salón negro, los masones, y las estrellas y la luna y entonces, lo recordó todo.
Llevaba sobre una fuente hecha de piedra carbunclo, oro, esmeralda y zafiros. Frente a él, una luz poderosa. Muchos obreros esculpían la piedra y cantaban sin júbilo alguno. «Como se puede cantar sin estar alegre», pensó. Luego la luz devoraba las piedras. Él era uno de los millones de portadores de las ofrendas que debían entregar. Luego la luz se retiró, y quedaron en una penumbra de un eterno atardecer. Pirámides ancestrales se erigían en el horizonte y la esfinge miraba por donde se fue la luz. El sacerdote diseñó el coloso porque era él el único que lo había visto de frente. Todos estaban sometidos a él, y él a algo mayor, algo que nadie podía ver.
-       ¿Una sopita de rana, joven? – dijo el chofer, deteniendo el camión frente a un restaurante de carretera, a las afueras de Matucana.
  José Daniel bajó sin pensar. Solo recordaba la noche, y las estrellas, en las que iban apareciendo una, por cada piedra preciosas ofrendada minutos antes. Solo sabía que debía buscar una interpretación en las intrincadas formas y distancias en las que aparecían en el firmamento.
-       Una sopa de rana, para hasta los pelos, joven –,  seguía el chofer, tratando de convencer a José Daniel de probar su plato preferido.
  Cada quien hacía dibujos en la arena recubierta de polvo de cobre. Uno a uno, seres inexistentes aún, iban apareciendo. Arañas, monos, reptiles y millones de animales no creados, pero que estaba en la mente de esos hombres. «Solo usa una pequeña parte de tu cerebro, José Daniel. La otra parte está oculta y el óxido del tiempo la desvanece, hasta inutilizarla». Nuevamente la voz lo sobrecogió y entonces, en medio de esa penumbra, de astros y estrellas que apenas alumbraban, apareció un astro incandescente. Nada volvería a ser lo mismo. El planeta perdió sus ocho movimientos y solo quedó cuatro: rotación, traslación, elíptica y pendular.
-       Pruebe su sopita, joven; después piense en médico – Decía el chofer mientras José Daniel veía el sol aparecer por entre los cerros.
-       ¡La luz, hágase la luz! – dijo en voz alta.
-       Usted es cristiano evangélico, católico apostólico y romano, no me decepcione joven, o no lo dejo subir a mi camión.
«No hables en voz alta, José Daniel, te van a creer loco», la vocecita le recomendaba eso, mientras recordaba la negritud del infinito volverse de otro modo. Las minas de oro y piedras preciosas, de fuego de hornos y fundiciones, se iban apagando. Una nueva especie verde llamadas plantas, surgían ahora de cualquier parte, y el frío de la noche era más amable. Los pelos de su cuerpo cayeron, buscando ahora algo con qué cubrirse.
-       Pronto llegaremos a Lima, ya cruzamos el puente Chosica, joven… - y mirándolo extrañado-. Parece que el rayo le ha afectado mucho, ¿no joven?
  José Daniel estaba aturdido. Con la mirada perdida en millones de años atrás, supo que todo lo que la mente humana piense y pueda crear, se hará. Eso los liberó de los socavones, que a veces es la propia mente humana. Y, mientras bajaban por la carretera, sentía la humedad de Lima trepar por sus piernas, alejándose de la sequedad de las montañas. Entonces, vio a lo lejos el Volkswagen rojo de Esteban, detenido a un lado de la carretera.
-       Ese es mi amigo. ¿Puede reducir la velocidad por favor? – le dijo al chofer.
  Cuando pasaron cerca, Esteban subió rápidamente a su auto. José Daniel quiso pasarle la voz, pero, algo lo detuvo. Estaba ahí, de pie sobre una roca a lado del cerro y lo suficientemente oculto, para dejarse ver y descubrir el «encargo», había sido entregado.
-       Esteban es un «señalador» – Se dijo para sí.
«Tienes razón: es un señalador. Él dará fin a los sueños, tú le darás el comienzo. Esa es tu misión.»
José Daniel descendió del camión, dándole las gracias al conductor.
-       Joven, en la fábrica textil que me cuenta, si hay un trabajito para mi hijo, me pasa la voz. Es medio vago… Hágame ¿Sí? ¿Una tarjetita? ¿Tiene?
 
El sol estaba en lo alto de cielo al medio día y, como tantas veces, oculto detrás de las nubes de Lima.
Recordó al mundo antiguo, cuando nada existía salvo la imaginación humana, sometida a cánticos sin sentido, sin sentimiento, sin pasión. Un alma humana capacitada para crear, obligada a trabajar forzosamente, con la única obligación de adorar a un Dios que los sometía a no pensar, sino simplemente, destinados a buscar tesoros y cosas escondidas por él mismo en las profundidades de la roca llamada tierra. Si acaso no cumplían con la cuota, la luz se ausentaba y el frío parecía durar una eternidad. Todos los sueños de la humanidad entera se pusieron en su contra. Entonces, la luz mostró el verdadero rostro de enemigo. Millones de años engañados por lo mismo. Nada volvería a ser lo igual, nada.
  Y mientras José Daniel se repetía una y otra vez:«¡Hágase la luz!,¡Hágase la luz!», como recordando aquel día en que lo vio por primera vez aparecer al astro en el horizonte, el alma humana entera había llamado desde su corazón y con todas sus fuerzas, algo superior a su propia imaginación. Esa luz tan esperada era la misma que ahora, su amigo y compañero, Esteban, intentaba apagar.

  Se llenó de fuerzas entonces, las mismas que sintió el día, en que la batalla de los Dioses había comenzado. El día exacto en que se hizo la luz.

viernes, 2 de agosto de 2013

Capítulo 1

EL DÍA EN QUE ESTEBAN RECIBE LA HERENCIA MALDITA QUE NO LE CORRESPONDÍA POR ESTAR EN EL LUGAR, LA HORA Y EL MOMENTO MENOS OPORTUNO.NO PUDO DETENER EL TERREMOTO DE 1970, SE DISTRAJO EN EL DE 1974 Y HA EVITADO TODOS LOS DEMÁS… HASTA HOY, 12 DE DICIEMBRE DEL AÑO DE SU RENDICIÓN.


AQUELLA  MADRUGADA DEL DOMINGO 31 DE MAYO DE 1970, cuando Esteban no tenía nada que pensar, más que llegar al club campestre en Chosica, y relajarse un fin de semana, sin hacer planes, con el único objetivo de “hacer nada”, y mientras trataba de sintonizar la radio cuya señal  se iba perdiendo cada vez más a medida que se alejaba de Lima, trató de reducir la velocidad de su moderno  Volkswagen alemán del año, como una forma de evitar el silencio en la carretera y a la vez, enterarse de algo acerca del Mundial de México. Aunque en realidad de fútbol no le atraía nada, pero esta era la primera vez que Perú participaría con equipo completo, y sería un tema básico en los almuerzos en la oficina, y no hablar de ello sería una herejía nacional o un atentando contra la integración y la «cultura organizacional», del cual el nuevo gerente de recursos humanos hablaba, para señalar a los próximos en despedir.

   Su novia y su futuro suegro lo esperaban en el club, y pensaba que sería una extraordinaria oportunidad para tener relaciones familiares, a las que nunca tuvo acceso. Heredero de una casona en Barranco, y con una hacienda convertida en bonos revolucionarios, a Esteban solo le quedaba sacar el mayor provecho de su educación privilegiada, y nada más. Sin saber, claro está, que ese día ni su novia ni su futuro suegro, imaginarían, que no volverían a verse más.
   Aún no amanecía cuando el hombre salió de no se sabe dónde, golpeó el capó, estrellándose contra el parabrisas, rodó por el techo del auto, para dar finalmente de bruces al pavimento. Esteban detuvo el auto y sintió esa extraña sensación de seguir adelante sin ver atrás. El instante en que con solo seguir adelante, todo lo demás queda sepultado en el olvido, como si nunca hubiera ocurrido. La misma sensación que experimentaría más de cuarenta años después, parado sobre el Morro Solar de Chorrillos, aquel 12 de diciembre, mirando la ciudad, y creyendo firmemente que ese sería su último «señalado», y que con ello habría detenido todo por un año más.«No vale la pena», se dijo, mientras las luces de la ciudad se iban apagando a medida que la luz del sol anunciaba el amanecer más, de ese diciembre. «Ayúdeme», escuchó y volvió al pasado.
   Imaginó nuevamente al hombre sobre el pavimento y por un instante se arrepintió de recibir aquel encargo; el instante mismo en que se convertiría en un anónimo, un ser que no debía más existir, pero que si no hacía lo que se le ordenaba, quizás el arrepentimiento no hubiera sido suficiente. Cuarenta y más años después, la misma imagen, la misma sensación.Nuevamente le asaltó ese tormento de convertirse en un héroe anónimo de una ciudad que no lo quería y que, sin embargo, como aquel hombre tendido sobre la carretera, le explicó mientras le daba el último pote de grasa humana para el ídolo, era un paso adelante o uno atrás: vida o muerte.
-       No vale la pena – Habló Esteban en voz alta sin saber para quién o peor aún, para qué.
Cuatro décadas y ahí, el rostro del hombre mirándolo agonizar en la pista de la carretera, tratando de balbucear algunas palabras que no entendía, y que lo único que lograba escuchar, era esa forzosa necesidad de unas manos temblorosas, tratando de entregar un último y urgente encargo, mientras se está plenamente seguro de no volverlas a levantar más. Y mientras recordaba esa escena, miraba el pote de barro, presente en su vida desde entonces. Cuando Esteban cometió el error de tenderle la mano, ya era tarde.«A veces hay que saber a quién», pensó. Fue el instante preciso en que, con el doloroso último apretón de aquel moribundo en sus manos húmedas de Esteban, explosionó de súbito dentro de su cabeza una puerta oculta. En menos de un segundo, le fue transferido, cientos de millones de neuronas conteniendo 15 mil años de historia terrestre y más. Una transfusión de mente a mente, como una herencia más que afortunada, maldita. Entonces, soltó la mano y cayó casi desmayado sobre el piso de asfalto.
   
De pronto, lo supo todo. Debía regresar a la ciudad y tomar la vieja carretera de los Pantanos de Villa, llegar a Pachacamac antes de las 3 de la tarde, ensebar al ídolo de arriba abajo, y esperar que el Yana no subiera a él. Todo le era extraño hasta ese momento. «¿Por qué debía saber todo eso?», se habló aturdido. Luego regresó al momento: su auto nuevo, un hombre muerto y él era el responsable. Entonces, ocurrió: el hombre que yacía en la pista simplemente ya no estaba, desapareció y solo el pote con grasa humana estaba en sus manos, ahora. Estebanse sentía libre, podía seguir su viaje y olvidarse de todo. «¿Quizás haya sido un sueño o una pesadilla» pensó, y enrumbó hacia Chosica como si nada hubiese pasado. Por un momento se sintió libre y casi feliz.
-       Mi primer error – se le escapó de la boca a Esteban.
Cuando llegó al club y dio su nombre para que lo dejaran entrar, ya había amanecido y el sol serrano brillaba con mucho esplendor. Le parecía todo de maravilla y que el accidente no había ocurrido nunca, que su novia estaba esperándolo y que nada podía entorpecer ese día. Entonces, sacó su maleta y ahí estaba, el pote de barro con grasa humana que debía llevar al sur.
-       El Dr. Martínez y su hija han ido a la ciudad por víveres – le dijo el administrador de los bungalós del club.
   En ese instante, lo asaltaron destellos de imágenes de una ciudad destruida, sepultada por una avalancha de nieve y rocas, y miles de personas corriendo despavoridas, asustadas, muriendo, lo despertó de una ensoñación silenciosas. Esteban sintió un pánico súbito, dejó su maleta sobre la cama y subió a su auto, y a toda velocidad y sin dar explicación, regresó a Lima.
   Ahora, con cuarenta y tantos diciembres más, Esteban miraba desde lo alto del Morro Solar la pista de Evitamiento, la avenida Huaylas, la curva y la carretera que cruza los pantanos de Villa. En su espalda sintió el peso de la frustración por no llegar a tiempo ese domingo 31 de mayo de 1970. Dilema que esa mañana del 12 de diciembre lo volvería a atormentar. «Si estas pistas hubieran estado antes», se dijo soltando un suspiro entrecortado.

-       Aún estoy a tiempo –se dijo mientras cruzaba el puente que atraviesa el río Rimac, a la salida de Chosica.
   Mientras conducía su auto por las chacras de Lurín, sin encontrar la entrada a las ruinas de Pachacamac, Esteban veía imágenes borrosas de aluviones y desastres naturales. Con precisión cinematográfica, vio el día en que el ídolo elevó a la ciudad de Lima 30 metros sobre el nivel del mar para soportar el maremoto, 15 siglos atrás. Y se estremeció cuando 15 siglos después,el puerto del Callao era arrasado por una ola de treinta metros, solo, porquealguien no hizo lo que él debía hacer ahora, en ese preciso momento: embadurnar al ídolo con la grasa humana que contenía el pote de barro.
   «¿Era real lo que estaba viendo, o simplemente se había vuelto loco?» Pensó, mientras los cañaverales hacían estragos con la pintura del auto nuevo.
   Cuando al fin llegó, el ídolo estaba en un almacén. No se explicaba cómo lo supo; solo sintió que estaba ahí. Rompió la puerta con la llave de tuercas de su auto y sí, ahí estaba, entre puertas hechas de troncos de madera, adornada con conchas de abanico gigantes de mil años de antigüedad. Se dispuso a encebar nuevamente al ídolo, colocarlo de pie, y esperar que Yana no subiera a moverlo. Entonces, solo vio oscuridad.
   Al despertar, el policía estaba mirándolo con desconfianza, y dos arqueólogos evaluaban los daños a las reliquias que se guardaban ahí. De pronto, uno de ellos dijo.
-       Son las 3 y 15… Llévelo a la comisaría para formalizar la denuncia por daños a propiedad del Estado.
   Cuando el policía lo levantó, Esteban miraba el pote de grasa humana en el suelo. Estaba roto. «Debe ser una pesadilla, debería estar en Chosica, viendo la inauguración del mundial de México, o nadando en la piscina, con mi novia y….» Todo empezó a temblar. Mientras el policía y los arqueólogos miraban hacia las paredes y los techos del recinto, Esteban no apartaba la vista del ídolo que yacía en el piso de arena salada, que alguna vez estuvo debajo del mar.  El madero se sacudía como una serpiente mientras un extraño ser trataba de montarlo como si fuera un caballo, cuando en realidad debía subir y no a la vez. Eran dos dioses o espectros que estaba luchando entre ellos sin que nadie ganara. Esteban tomó el pote de grasa humana roto, y lo lanzó contra los dos dioses. El ídolo de palo volvió a ser un madero viejo, y el terremoto cesó.
-       Señor, será mejor que se vaya y olvidemos esto –le dijo el policía.

   Cuando Esteba volvió a su auto y condujo con dirección a Lima, la ciudad estaba cubierta de polvo, las pistas rajadas, y a cada paso, gente con mucho miedo, aterrorizada:«Ya pasó, ya pasó», se decían unos a otros. Cuando llegó a Barranco, solo un par de paredes de viejos colegios habían caído sin matar a nadie. «El hombre de la carretera tenía razón», se dijo, Esteban mientras recordaba las imágenes de una montaña de nieve que caía, pero no era Lima el objetivo. «¿Dónde?», se preguntó. Y  mientras escuchaba la radio y la televisión, que aún anunciaba los pormenores de la inauguración del mundial y uno que otro reporte de los pocos daños del terremoto, Esteban se dispuso a dormir.
   A la mañana siguiente, y luego de varias réplicas sísmicas, Lima era una ciudad que se recuperaba pero lo peor, no se sabría hasta el medio día: “La ciudad de Yungay había desaparecido con 60 mil habitantes”. 


  Esteban miró nuevamente a la ciudad de Lima, a más cuarenta diciembres después de esa primera experiencia. La capital ahora, moderna, con vías rápidas, un circuito de playas espléndidas, un tren aéreo, dos vías rápidas, miles de edificios modernos y nuevos.  «No puedo dejar que suceda otra vez», se dijo, mientras recordaba los ojos de Elizabeth, esa mañana del 4 de octubre de 1974, en la que falló por segunda vez. Esteban sabía que nada debía distraerlo de cumplir su misión, «o una maldición», como siempre se dijo, desde aquel día en la carretera rumbo a Chosica, y que lo llevó a realizar la tarea que ningún ser humano debía tener: «señalar» quién debía morir hoy.
   Esteban sabía lo que tenía que hacer: entregar la vida de alguien con tan solo señalarlo con el dedo. «Era tan fácil como decir sí o no: matar para que Yana no mate», era lo que al final lo convencía. No, no era un trabajo, «algo que se hace sin pensar, mirando abajo; tampoco laborando, es decir, labrar orando, como le dijo su viejo profesor del colegio». Esteban solo llevaba a cabo su misión.
  Y ese diciembre, sobre el Morro Solar de Chorrillos, tenía que volver a señalar a alguien y tuvo la leve sensación de duda, algo que no experimentaba hace tiempo: «¿Y si me señalo a mí mismo?, ¿Podría ser..que?», se dijo.Entonces, se llenó de angustia, pánico y luego, una paz infinita.

jueves, 1 de agosto de 2013

El tercer Dios

El tercer Dios

Todas la creencias humanas en dioses, semidioses, o lo que quiera llamarse, han elegido dos opciones: por un lado, las culturas monoteístas, que reconocen un Dios único y todo poderoso, versus uno malo y dueño del mundo; y, por el otro, la creación de una serie de dioses, humanos, animales, o mitad de ambos.
La tradición inca, en cambio, no hace mención nide uno ni de dos: sino tres. El primero,  Hanan Pacha (mundo de arriba, celestial o supraterrenal), que habita en el mundo celestial y sólo las personas justas pueden entrar en ella, cruzando un puente hecho de cabellos humanos. Es el mundo superior donde habitaban los dioses como Viracocha o Wiracocha, Inti, Mama Quilla, Pachacamac, Mama Cocha, entre otros. El segundo. Kay Pacha (mundo del presente y de aquí): en la cosmovisión andina, Kay Pacha es el nombre del mundo terrenal, donde habitan los seres humanos y pasan sus vidas. Y el tercero, el Uku Pacha (mundo de abajo o mundo de los muertos): en la mitología andina, Uku Pacha era el mundo de abajo o mundo de los muertos, de los niños no nacidos y todo lo que estaba debajo de la superficie de la tierra o del mar. Son muchos realmente, y habitan en las fuentes de agua, cuevas u otras de las aberturas de la superficie terrestre. Eran considerados por los antiguos, líneas de comunicación entre el Uku Pacha y el Kay Pacha.Pero no los veían como el infierno tal como nos lo han hecho creer las culturas judío-cristianos, sino como otro mundo de estadíao tránsito.
Paracleto o espíritu Santo lo llamó Jesús ya convertido en el Cristo resucitado, un ayudador para que acompañara a los discípulos siempre. Un Dios o semidios si se quiere llamar de algún modo, que corresponde en mucho a la figura del Kay Pacha, el Dios del Aquí y del Ahora, más vinculado al día a día de los seres humanos, que a la pugna de dioses mayores del bien y del mal, que en todo caso, la mente humana no llega a comprender, entender y justificar: solo a través del tercer Dios.
Entre ellos, nace esta historia. Tres ayudantes de estos dioses, Esteban, quien es un “señalador” y solo ve el pasado, busca vidas insípidas  y sin sentido, deaquellos que centran su atención en pocas cosas, hasta que llegan a ser víctimas se sí mismo, obsesionándose al punto de la destrucción; es cuando los recogedores hacen su trabajo y él aplaca la ira de los elementos (Uku Pacha). José Daniel, amigo de Esteba, estudiaron juntos en Inglaterra, descubre que Esteban en un “señalador”, el día que regresando de Huancayo a Lima, y un rayo golpea su auto, y recibe la sabiduría de millones de siglos, procedente del mismo Hanan Pacha, y ahora podía ver el futuro inmediato. Ambos se encuentran en la carretera, el domingo 31 de mayo de 1970.
Cuando todo hacía parecer que Esteba y José Daniel se enfrentarían una noche a la salida del bar el Juanito de Barranco, Elizabeth, una vendedora de artesanía en la Plaza Mayor de Barranco, los detiene. No sabían que ella despreció el amor de un tritón y la magia de la vida eterna en el mar, por vivir una vida terrenal, dándole sueños y esperanzas a través de objetos tontos en las que la gente pudiera creer, y algún día, ella misma, pudiera sentir el placer de morir. Nunca le agradó vivir para siempre, como los dioses; soñaba tal vez algún día, con destruirlos. Solo le hacía falta saber ¿cómo?
Los tres inician la aventura de detener la ira de los dioses, explicarse los 50 últimos millones de años de la tierra, la historia de la humanidad, y, decidir aquí y ahora, y de una vez por todas, si los dioses mueren o no… O quizás, ellos mismos, tomen su lugar, con la total y absoluta desaprobación de Elizabeth. «Dejaríamos de ser humanos», dijo alguna vez, «… y eso es lo que más nos envidian».